miércoles, 25 de noviembre de 2009

CORRIDA DE TOROS ¿CIVILIZACIÓN O BARBARIE?




Comparto aquí una entrevista que me hizo la redacción de Punto Edu respecto al tema de Derecho de los animales y respecto a la corrida de toros. El link de la entrevista es el siguiente:




La tradicional Feria del Señor de los Milagros, que se realiza en Lima todos los años en octubre y noviembre, pone sobre la mesa un debate recurrente: ¿son las corridas de toros manifestación de barbarie o de civilización? Antonio Orozco, profesor de la Maestría en Desarrollo Ambiental de la Universidad, nos cuenta sobre la historia de este debate y sus implicancias.


¿Contra qué protestan quienes no están de acuerdo con las corridas de toros?Contra la crueldad sin sentido, contra el aumento de dolor en nuestra sociedad y contra la pérdida de sensibilidad.


Para muchos no es una práctica cruel sino una tradición tan respetable como cualquier otra. ¿Qué decirles a aquellas personas?

Que las tradiciones no pueden solidificarse a tal punto de estar exentas de la crítica. Las corridas de toros tienen un punto de partida ajeno al mundo contemporáneo. Su origen está estrechamente relacionado con una tradición de la modernidad que se remite al siglo XVII, siglo XVI, que separó tajantemente a la naturaleza del hombre. Una cosa era el mundo del hombre y otro el de la naturaleza. La separación llevó a que surgieran este tipo de espectáculos en los que se intenta enfrentar a estos dos mundos con el fin de demostrar la supremacía del hombre. Esta conciencia dualista es algo que ha querido ser superado durante todo el siglo XX; el movimiento ecológico es una muestra de ello.


Teniendo en cuenta, entonces, que el centro de la protesta contra las corridas de toros es la crueldad, no habría problema con comerse un buen bistec luego de ir a manifestarse…

Ese es un apunte importante. Peter Singer, el principal propulsor del "movimiento de liberación animal", es también uno de los principales impulsadores del vegetarianismo. Su prédica se denomina "antiespecieismo", que es equivalente al antirracismo pero referido a todas las especies: no hay un argumento sólido para sostener la supremacía de la especie humana.


¿Cuándo surge el derecho de los animales?

Jeremy Bentham, un filósofo inglés, presentó en el siglo XVIII la primera versión de lo que hoy conocemos como derecho de los animales. Su argumento es que si los hombres, más allá de sus diferencias, tienen los mismos derechos, se le deben reconocer también derechos a los animales. El movimiento filosófico en donde surge esta conciencia es el utilitarismo, que postula que todo ser capaz de sentir dolor es sujeto de derecho.


¿Cuándo se hizo la primera declaración de los derechos de los animales?

Según recuerdo, la primera fue en 1822 en Inglaterra y se refería especialmente a la prohibición de actos crueles contra animales domésticos. Sin embargo, el principal objetivo de la medida era proteger a los hombres: no exponerlos a actos de crueldad. Hay que recordar que se trata del siglo XIX, a la salida de la Ilustración, que es básicamente un proyecto de defensa del ser humano. Ya en el siglo XX, aparece Peter Singer, un australiano que en 1975 publica Liberación animal. Según él, este reclamo se funda en los mismos argumentos que la liberación femenina y la lucha contra el racismo. Su pensamiento se inscribe en la corriente utilitarista, pues sostiene que la capacidad de sentir dolor es la que otorga derechos. Además, están quienes defienden una ecología humanista: ellos protegen a los animales pero no como si fueran iguales a los hombres. En Singer es clara la propuesta de igualdad entre las especies, de ahí parte la necesidad de reconocer derechos.


¿Contra qué práctica concreta lucha este movimiento?

Singer, quien además de teórico fue un gran activista, hablaba de estas grandes factorías en las que se criaba a los animales en terribles condiciones para luego matarlos. Otra práctica contra la que se lucha es la experimentación científica con animales.


El desarrollo de la ciencia no es nada bueno con los animales…

Así es. Por ello estos movimientos son propios de nuestra época.


Entrevista: Pablo TorrejónFoto: Franz Krajnic

sábado, 21 de noviembre de 2009

JOHN DEWEY: TEORÍA DE LA VALORACIÓN


El valor, como todo en esta vida humana, se hace.
En un famoso pasaje del Pragmatismo, William James sentencia la que bien podría ser reconocida como el slogan del pragmatismo: “la huella de la serpiente humana está por todas partes”[1]. Es interesante que tal conclusión aparezca luego de indagar el carácter propio de la verdad. Esta ha sido generalmente tratada como ajena a las vicisitudes humanas y James discute y niega tal tesis. Por el contrario, redescubre en la verdad sus aspectos más existenciales para terminar reconociendo que estos agotan todo lo que ella es. Así, concluye equiparando a la verdad con la salud y la riqueza: la verdad, al igual que aquellos, se hace, se logra, acontece.
John Dewey, en mi opinión, ha seguido en su Teoría de la valoración la misma perspectiva de análisis hasta alcanzar la misma conclusión: el valor se hace, no aparece ex nihilo, no es ajeno a la existencia humana, supone una actividad o mejor un orden de actividades determinadas en función de satisfacer una necesidad, vencer una dificultad o subsanar un desperfecto de nuestra existencia. Así, pues, para Dewey, tanto la verdad como el bien y el valor poseen un carácter instrumental cuya única razón de ser estriba en su capacidad para enriquecer cualitativamente la experiencia humana. También en la valoración se descubre la huella de la serpiente humana.
Sin embargo, afirmaciones de tal naturaleza no pueden quedar exentas de malos entendidos, ni suponen un asentimiento espontáneo. Todo lo contrario, hace falta una explicación detenida para no terminar confundiendo al pragmatismo con una forma de positivismo el cual, tras un monismo epistemológico, pretendió definir los ámbitos sociales, morales y axiológicos siguiendo el modelo de las ciencias naturales. El posible encuentro entre el pragmatismo y el positivismo debe ser aclarado pues, a primera vista, la definición instrumentalista del valor, del bien y de la verdad parece justificar suficientemente tal identificación. Como en este seminario el tema es la Teoría de la valoración solo me detendré a revisar si la instrumentalización del valor que Dewey defiende puede ser entendida como una forma de positivismo. Mi respuesta de antemano es que tal tesis es errónea, pues la estrategia argumentativa que Dewey emplea no es mostrar que las ciencias físicas sean el modelo que nos permita explicar nuestras valoraciones, sino al revés. Así como nuestra acción de valorar, en el sentido en que Dewey la reconoce, es una serie de actividades que sopesan la utilidad de una consecuencia para dirigir el comportamiento frente a un estado de cosas que resulta inconveniente, de la misma forma las ciencias que pretenden una explicación de la naturaleza no buscan la representación fotográfica de ella sino satisfacer una serie de demandas existenciales con una mirada comprensiva y evaluativa, de manera tal que se elija el mejor modo de acción; donde mejor se define por criterios situacionales. Me imagino que puede parecer forzada mi interpretación, pero intentaré aclararla a lo largo de mi escrito. Comienzo primero presentando las tesis centrales de la Teoría de la valoración para luego, en un segundo acápite, presentar a la actividad artística como el modelo general de la racionalidad.

El problema central planteado en la Teoría de la valoración es, en palabras del propio Dewey, si “existen proposiciones genuinas sobre la dirección de los asuntos humanos”.
[2] Por ‘genuinas’ Dewey entiende proposiciones que enuncian algo, afirman o niegan, y que pueden ser respaldadas por evidencias experimentales. En otras palabras, la cuestión que perturba a Dewey es si existe una diferencia esencial entre nuestros enunciados de hechos y nuestros juicios de valor; esto es lo mismo que preguntar si se justifica suficientemente el anti-realismo moral. Dewey reconoce que esta tendencia filosófica, la que niega carácter proposicional al valor, es más bien históricamente novedosa, pues aparece en la cultura occidental solo después que cayó en desprestigio la explicación teleológica-religiosa del mundo, allá por los siglos XVI y XVII.
Aunque él no los menciona (pero sí los cita) las principales voces representantes de dicha tendencia anti-realista en el contexto de la filosofía estadounidense a comienzos del siglo XX fueron George Santayana, A. J. Ayer y Ralph Barton Perry. Dewey toma distancia de estas tres propuestas pues reconoce que estas habrían confundido más que aclarado los términos del problema. Santayana habría identificado los valores con los impulsos vitales. Con la pretensión de ampliar el ámbito en el que se discute el tema de la racionalidad, este autor habría estudiado el rol que ejercen nuestros impulsos vitales en nuestras valoraciones. Dewey asentiría con facilidad tal objetivo, pero de allí un paso hacia la identificación de ambas actividades le parece tan inadmisible como identificar al árbol de la semilla dando como razón que aquel surge de esta. Ayer, en cambio, habría defendido el más extremo anti-realismo moral pues caracterizó a la valoración como una interjección. Así, pues, estos – los valores – no dirían nada distinto de lo que pudiera decir un gesto, un tono de voz o un llanto. Más exactamente, estos no dicen nada, solo muestran nuestras emociones. R. B. Perry ocupa un lugar especial en esta lista. Para cuando Dewey escribe su Teoría de la valoración (1938), la Teoría general del valor (1926) de Perry ya era considerado una opinión ineludible en ese campo. Lo que en este libro se defiende es que el valor es simplemente un interés del individuo. Dewey acepta que el interés es una factor sine qua non de la valoración, pero esta no se reduce a aquel. El error que subyace a la propuesta de Perry es haberse encaminado a través de la controversia metafísica entro lo subjetivo y lo objetivo. Quizá la confusión más común en este tema y de la que, según Dewey, más debiéramos cuidarnos.
Es en este panorama en el que Dewey debe mostrar su opinión tomando especial cuidado de los aspectos que él mismo ha reconocido como perturbadores. Estos son básicamente tres: la ya mencionada distinción metafísica entre subjetivo y objetivo; la dicotomía epistemológica entre el idealismo y el realismo; y por último, la psicología de corte mentalista. De esta forma, como yo observo la estrategia argumentativa que Dewey ha seguido, esta ha quedado definida por tres exigencias que él se impone y que le permiten justamente el cuidado necesario para no tropezar con tales aspectos perturbadores. Estas exigencias serían, en primer lugar, atenerse lo más ajustadamente posible a los hechos y a la experiencia. Toda su formación de psicólogo y pedagogo le permiten a él tomar distancia de la que en muchos pasajes llama una ‘dialéctica de conceptos’. En el tema de la valoración, no se puede llegar al quid del asunto si no es a partir de una psicología experimental; es decir, desde el análisis orgánico de los comportamientos con todas sus características situacionales implicadas. En segundo lugar, para eludir decididamente la discusión metafísica, Dewey se impone no tratar el tema desde ‘el valor’ o ‘los valores’, sino desde ‘la valoración’; es decir, desde la actividad, desde el fenómeno social, asumiéndolo como un modo de comportamiento observable e identificable que nos permite rigurosidad en el examen de los hechos empíricos efectivos. Con esta exigencia, además, Dewey toma postura en una de las controversias presentadas al comienzo del ensayo debido a que value (inglés) es usado tanto como verbo y como sustantivo. La controversia aparece cuando nos preguntamos cuál de estos dos usos es el primario. Dewey no responde de inmediato a la pregunta, pero durante todo el texto su análisis está centrado en la actividad (valoración) así como en el doble significado del verbo ‘valorar’ (apreciar y evaluar) con lo que, a mi modo de ver, se muestra con transparencia cuál es su respuesta a la controversia. En tercer lugar, y solo a modo de comentario general sin pretender extraer ninguna conclusión particular, el argumento de Dewey asume la estructura clásica con la que Tomás de Aquino presentaba la Questio, es decir, respondiendo objeciones. Así pues, a lo largo de todo el texto, Dewey va deshaciendo las tesis contrarias, mostrando sus insuficiencias y la estrechez de miras, sino el absurdo que guardan
[3]. Con estas consideraciones previas paso ahora a mostrar sintéticamente las discusiones que Dewey planteó a las propuestas que nosotros calificaríamos de anti-realistas morales.
Básicamente son cinco las formas del anti-realismo de las que Dewey se ocupó, propuestas para las que la valoración no conlleva proposiciones. Estas cinco aparecen cuando la valoración es entendida como a) interjección, b) deseo, c) evaluación, d) encuentro de algo intrínseco, y d) descubrimiento de un fin-en-sí-mismo.
a) Caracterizar la valoración como una interjección le parece a Dewey la más extrema de las tendencias que nosotros definimos como anti-realistas morales; también por eso mismo, por su extremismo, es la propuesta que menos análisis resiste. Dewey enfrenta esta tesis con cuatro contraargumentos. En mi opinión, uno de ellos, el argumento lógico, casi impone una lápida la perspectiva que objeta. Según Dewey, si los juicios de valor no enuncian algo, ni son susceptibles de ser calificados como verdaderos o falsos, si estos son solo signos de un estado de ánimo; entonces, estamos condenados a un silencio prudente en cuestiones sobre valoraciones. Toda discusión resulta siendo absurda, pues las oraciones que no enuncian algo no pueden nunca ser incompatibles. Los otros tres contraargumentos terminan por descalificar aun más tal propuesta. Así el segundo pretende resaltar el carácter comportamental orgánico de una interjección. Esta, como el gesto o el llanto, es parte de un estado de cosas mucho más amplio que incluye, por supuesto, una realidad que interpretamos como grata, placentera, horrenda, temible, asquerosa o pestilente. La interjección tiene sentido solo cuando es asumida dentro de este campo de visión amplia. El otro contraargumento es mostrar que la interjección es un fenómeno social, pues supone una transacción y una publicidad. Salvo el llanto del bebé que puede ser meramente instintivo (fisiológico-psicológico), todas nuestras interjecciones pretenden motivar en otro (u otros) una reacción. Si la valoración puede ser definida como una interjección, solo sería en este sentido. Por último, Dewey aclara que, en el trasfondo, esta propuesta tiene su origen en una ambigüedad en torno al significado de sentimiento. Producto de una psicología mentalista, a veces se suele pensar en los sentimientos y las emociones como algo meramente subjetivo. Pero la sola estructura dualista que subyace a tal presentación, nítidamente cartesiana, es ya seriamente puesta en duda por todos los filósofos contemporáneos que han asumido con radicalidad una comprensión integral y orgánica del ser humano y que reconocen más bien el perjuicio que trae consigo tales dualismos.

b) La segunda perspectiva a confrontar es la que identifica a la valoración con el deseo. Esta parte también, según Dewey, de la misma ambigüedad comentada que es creada por la psicología mentalista. Así, se piensa en el deseo como algo que existe independientemente de cualquier acción o se asume al deseo como algo unido intrínsecamente a un esfuerzo. El primero es propio de una actitud pueril. En verdad, el adulto pueril es el único modelo que pueden tomar en cuenta todas las teorías de la valoración que surjan de la psicología introspeccionista o de la dialéctica de conceptos, porque solo en él se cumple que pueda existir una interjección sin pretensiones sociales, o un deseo sin esfuerzo, o un interés sin cuidado, o una evaluación sin considerar el proceso, o un fin que no tome en cuenta los medios. Desear, pues, siempre está ligado a situaciones sociales y el interés supone una actitud personal y una transacción con el mundo. Como dice Dewey, si se tiene interés, uno se juega algo en el curso de los acontecimientos. En todo caso, sí acepta Dewey que el interés y el deseo son un punto de partida en la valoración, pero no agotan su significado.

c) Si entendemos la valoración como una evaluación, esta no nos remite a un estado final, sino a un estado intermedio. Evaluar algo no es considerar un hecho definitivo, sino que lleva en sí una utilidad, crea una norma de acción, plantea una forma de comportarse ante dicho objeto o estado de cosas. En verdad, dice Dewey, si existe una valoración (evaluación) que sea generalmente aceptada y que no parezca estar ligada a ninguna cadena de medios y fines, es solo porque su popularidad o costumbre nos esconde su origen; pero toda evaluación tiene sentido en un proceso mucho más amplio que exige considerar muchas características existenciales. La objeción que se le plantea a Dewey es que él está asumiendo a los objetos solo en tanto medios y no en tanto fines. Dewey responde afirmando que los fines nunca pueden ser considerados de forma ajena a los medios. Un fin es malo solo si sus medios no están al alcance, si sus medios demandan demasiados esfuerzos, si sus medios suponen poner en juego otros deseos aun más valiosos, etc., etc. Así pues, la deliberación, la indagación por lo que es bueno, es siempre un sopesar deseos alternativos tomando en consideración sus medios. Una proposición que dice algo sobre un fin está justificada, tiene sentido, solo si se han evaluado sus medios, y es también en ese campo, en el de sus medios, en donde puede ser verificada. Agrega Dewey que incluso el sentido común rechaza las valoraciones inmediatas; estas son tomadas como pueriles.

d) Pensar en la valoración como el encuentro de algo intrínseco, recorre para Dewey el mismo camino que pensar en la valoración como algo inmediato (sin medios): es dar un salto en el vacío. La falacia consiste en interpretar esos términos como algo desprovisto de relación. En otras palabras, es mirar estructuras fijas, entes definidos, donde hay procesos. La medida del valor que una determinada persona otorga a un determinado fin, no está en las palabras que pueda decir sobre su preciosidad, sino en el esfuerzo y el cuidado que pone para la elección de los medios adecuados en función de la consecución del dicho fin. Lo que ha pasado aquí, cree Dewey, es que la dialéctica de los conceptos nos ha llevado a la consideración de los términos sin una base empírica, sin considerar las situaciones existenciales donde tienen lugar tales actividades. Solo así se puede llegar a hablar de lo ‘intrínseco’ o de lo ‘inherente’ de un concepto. Dewey agrega enfáticamente que si algo pertenece a algo, esta es una cuestión de hecho y no una cuestión de conceptos.

e) La valoración entendida como el descubrimiento de un fin en sí mismo es la otra objeción que Dewey debe enfrentar. Pero, según él, un ‘fin-en-sí-mismo’ es una contradicción en sus términos. Si algo es fin, entonces supone un proceso. Este proceso ha estado relacionado a un deseo y este a su vez a un estado de cosas no querido, por eso el deseo, por eso el interés. Hablar de fines en sí mismos es un mal hábito de la filosofía, es la actitud hipostasiadora que ha primado en ella. Dewey agrega, además, que una teoría del fin en sí mismo, en el fondo, tendría que coincidir en alguna medida con la idea de que el fin justifica los medios. Esta última, pues, parte de la anterior. Solo un fin en sí mismo permite asumir la relación fines-medios unilateralmente.
Le sale al frente, sin embargo, a Dewey una última objeción y es que en todo su planteamiento, bosquejado como respuesta a todas estas propuestas, hay una exigencia hacia una mirada más amplia pero que, en tanto la ampliación de la mirada, la consideración de todos los factores situacionales, el tomar en cuenta el inacabable proceso que es la vida, habría llevado a Dewey más bien a una imposibilidad de considerar la valoración pues esta no tendría nunca un punto final. Toda valoración sería un camino hacia el infinitum. Dewey aclara, no obstante, que siempre que en el trasfondo de la valoración se encuentra una necesidad, un deseo, un déficit, un conflicto, entonces la valoración encuentra su ubicación precisa cuando se ha llegado a una satisfacción en la búsqueda emprendida. Así pues, podríamos decir que la determinación de lo que es el hecho a valorar, de sus límites, están definida por el trasfondo del interés y la necesidad. Solo así llegamos a la conclusión que Dewey alcanza.

Si la Teoría de la valoración puede responder a esta última objeción es solo posible porque lo que se considera un hecho no es en términos de una realidad definida y completa. Por eso mismo, la propuesta de Dewey no calza con el positivismo. Cuando leemos en Dewey frases como la que sigue:
La reconstrucción que hay que acometer no consiste en aplicar la ‘inteligencia’ como producto de confección, sino en aplicar a todas las investigaciones relacionadas con temas humanos y morales la misma clase de método (el método de observación, la teoría sobre las hipótesis y la comprobación experimental), gracias al cual los conocimientos sobre la naturaleza física han alcanzado su actual lectura.
[4]
Pensamos entonces que hay una ingenuidad positivista en este autor. Si además, lo escuchamos afirmar la necesidad del interés en todas las consideraciones tanto al hablar sobre la verdad, sobre el bien o sobre el valor, o cuando lo vemos aplicar una racionalidad instrumentalista para cuestiones humanas, entonces no parece ya que quepa ninguna duda. Sin embargo, estoy convencido que esta interpretación dista mucho de ser correcta. Por el contrario, Dewey toma una gran distancia de ese monismo ontológico que subyace a la interpretación positivista de la realidad.
Lo que podría aclarar la controversia es no mirar al instrumentalismo desde una realidad fija, única, definida y completa. Si bien el instrumentalismo es una exigencia para considerar la necesidad y el interés en el trasfondo de nuestras valoraciones, es también, sin embargo, la exigencia de considerar que los mismos hechos deben ser definidos en función de esas necesidades e intereses. El modelo, pues, no es el científico, sino el artista. El instrumentalismo no solo se refiere a una dimensión práctica, sino también a una dimensión estética. Para Dewey toda experiencia es estética, en toda experiencia hay una labor de artista que conjuga factores y exigencias, que exige una mirada comprensiva. Al respecto, es elocuente la siguiente afirmación que hace Dewey de que el método científico “no produce ni establece su producto, el conocimiento, de forma diferente a como lo hacen otras obras de arte”.
[5]
Arte para Dewey define cualquier técnica que pretenda diseñar fines, conferir unidad y cualidad orgánica a la experiencia. La distinción entre actividades que instrumentalizan medios y actividades que persiguen fines es solo otro mal hábito de la filosofía no empírica. “Cualquier actividad productiva de objetos cuya percepción es un bien inmediato y cuya operación es una fuente continuada de percepción integradora de otros aconteceres, exhibe la misma belleza (fineness) que la del arte”.
[6]


[1] William James. Pragmatismo. Barcelona: Alianza Editorial. P. 91
[2] John Dewey, Teoría de la valoración. Madrid: Ediciones Siruela, 2008. P. 17
[3] Me sugiere pensar esta estrategia que Dewey asume más bien el método falsacionista de las ciencias naturales y que conciliaría muy bien con su anti-esencialismo.
[4] John Dewey, La reconstrucción de la filosofía. Buenos Aires: Editorial Aguilar, 1970. P. 29 (A partir de ahora abreviaremos esta obra como RF).
[5] John Dewey, Experiencia y Naturaleza. México: FCE, 1948
[6] Ídem.

JOHN DEWEY: 150 AÑOS DESPUÉS


Hace exactamente 150 años,
en Burlington (Vermont) EE UU, nació John Dewey considerado luego uno de los baluartes de la cultura estadounidense y de la modernización educativa. Dewey fue el primero en plantear una comprensión de la democracia como forma de vida – su libro Democracia y educación de 1916 fue pionero al respecto – y eso le permitió repensar a la educación desde el concepto de democracia. Su legado en educación es indiscutible tanto en Estados Unidos como en Europa y en distintos países de habla hispana (España, Chile, Costa Rica, Cuba, etc.). Ya en vida, además, Dewey logró ser reconocido como un experto en temas referidos a la educación en Asia, de hecho, vivió en Japón un par de años y constantemente viajó hacia allá a dictar conferencias.
En filosofía, Dewey fue considerado, junto a William James y a Charles S. Peirce, como un representante ilustre del pragmatismo clásico, el movimiento filosófico surgido en Estados Unidos a finales del siglo XIX cuya vigorosidad estriba en su crítica al racionalismo moderno y a la inutilidad social de una filosofía que pretenda restringirse a la acción contemplativa y no asuma su auténtico rol de crítica social. El pragmatismo de Dewey, pues, aparece como una defensa de lo contingente, del pluralismo y de la comprensión teórica que parte de las prácticas sociales y no de la teoría pura.
Sin embargo, debido justamente a la dedicación con la que el pragmatismo clásico se acercó hacia la filosofía moderna no pudo, tal planteamiento, escapar a los conceptos y categorías que tan profusamente desde Descartes hasta Kant habían copado los diccionarios filosóficos. Es cierto que el pragmatismo propuso una recomprensión de tales conceptos, pero las palabras fueron las mismas y ese aspecto eventualmente le jugó una mala pasada. Términos como ‘razón’, ‘experiencia’, ‘naturaleza’, ‘ciencia’, ‘subjetivo’, ‘certeza’, ‘adecuación’, etc., llenaron los textos de Dewey y de los otros pragmatistas. Hacia 1940, en cambio, el empirismo lógico y los aportes de Wittgenstein a la filosofía del lenguaje proporcionaban un nuevo vocabulario para la filosofía, hecho que se conoce como el giro lingüístico. La filosofía anglosajona, entonces, se copó de términos como ‘enunciado’, ‘creencia’, ‘hechos observacionales’, ‘eventos’, ‘proferir’, etc. De esta forma, el pragmatismo pasó a un estado de letargo y en las universidades estadounidenses comenzó a primar exclusivamente la otra tradición norteamericana, la que se conoce como filosofía analítica.
Los textos de Dewey sufrieron así un doble desenlace. Mientras los escritos filosóficos dejaron de leerse en la mayoría de las universidades en las que antes habían ocupado un privilegiado espacio, los textos pedagógicos mantuvieron su vigencia y fueron asimilados a la tradición constructivista que a partir de 1950 se forjaba alrededor de los escritos de Jean Piaget y Lev Vygotsky. De esta forma, Dewey mantuvo el reconocimiento como ‘padre de la educación liberal’ o ‘padre de la educación democrática’. Sus escritos eran leídos en la mayoría de las facultades de educación, ubicado siempre al interior de la tradición conocida como Escuela Nueva, junto a María Montessori, Kerchensteiner, Decroly y otros.
Pero el letargo de la filosofía de Dewey llegó a su final con la publicación, en 1979, del ya célebre texto de Rorty titulado La filosofía y el espejo de la naturaleza. En dicho texto, el autor comienza señalando que los tres más importantes filósofos del siglo XX son John Dewey, Ludwig Wittgenstein y Martin Heidegger (Rorty, 1979). El texto y la afirmación misma eran claramente provocadores, pero tenía la virtud de presentarse con sobrada justificación lo que motivó que muchos filósofos volvieran su mirada hacia el pragmatismo clásico y, en especial, hacia los escritos de John Dewey.
Pero lo que yo quiero hacer aquí no es quedarme exclusivamente en el relato histórico, sino más bien poner a consideración suya tres de los planteamientos más representativos de la filosofía de John Dewey. De esta forma, evaluar críticamente la actualidad de su propuesta al tiempo que la pertinencia del pragmatismo. Específicamente me detendré en la teoría instrumentalista del conocimiento (I) y en la reconsideración que hace Dewey de la distinción clásica entre teoría y práctica (II) para, en un tercer momento, pasar revista por el darwinismo de John Dewey (III) aprovechando que este año también se conmemoran los 150 años de la publicación de El origen de las especies y los 200 años del nacimiento de Charles Darwin. En todas estas secciones, además, terminaré haciendo un comentario rápido de cómo dicha propuesta filosófica de Dewey tuvo un correlato en sus planteamientos pedagógicos.
En la filosofía clásica, el conocimiento ha sido explicado como una contemplación de las esencias últimas de la naturaleza. Así lo entendió Aristóteles al distinguir tres tipos de saber: el saber técnico, el que nos permite transformar el mundo; el saber práctico, con el que tomamos decisiones en nuestra vida diaria; y el saber teórico, el que permite la contemplación de la esencia de la naturaleza. Este tercer tipo de saber es, para el mundo Griego y durante mucho tiempo en occidente, el que es reconocido como propiamente conocimiento. Lo propio del saber teórico es su inutilidad, pues es un trato con objetos sublimes (esencias – substancias), pero para Aristóteles tal inutilidad era su virtud. En verdad, incluso hoy en el sentir popular puede reconocerse esta comprensión del conocimiento que viene, por supuesto, ligado a un realismo ingenuo respecto de lo que hay (de lo que existe realmente y cómo existe) y a una mirada no-problemática de nuestras capacidades cognitivas. Voy a explicar con un ejemplo estas tres características con las que el sentido común entiende al conocimiento.
El ejemplo que asumiré será el del agua. Todos nosotros podemos reconocer en el agua a un elemento de la naturaleza que posee atributos tales como: ser un disolvente universal, estar conformado por dos moléculas de Hidrógeno y una de Oxígeno, ser un productor de energía eléctrica y ser un excelente transmisor de electricidad. Por supuesto, hay otros atributos más caseros que reconocemos en el agua y que ya doy por descontado.
Sin embargo, al agua no siempre se le ha reconocido con tales atributos. En la antigüedad, solo se identificaban los atributos caseros a los que hemos aludido. Gracias al estudio de la naturaleza es que hemos llegado a tal caracterización. Tanto la física aristotélica como el sentido común explicarían dicho proceso – atribuir características definicionales al agua – como un progreso en la contemplación de las esencias del agua. Esto es posible porque la naturaleza está allí frente a nosotros, de forma objetiva, y con plena independencia de nuestras expectativas (realismo ingenuo). Hacia ella, la naturaleza, nos acercamos con nuestra razón que actúa cual visión del alma, sin intermediarios de ningún tipo (mirada no-problemática).
La explicación que Dewey ofrece sobre dicho proceso – lograr conocimientos respecto del agua – es distinta a la que ofreció la filosofía clásica y distinta a como dicho sentido común aludido (ingenuo) cree. Según Dewey, en lugar de haber desvelado – descubierto – la esencia del agua, lo que la ciencia ha hecho es inventar formas nuevas de usar tal elemento, de manera tal que respondamos a las contingentes necesidades humanas. Así pues, si pudiésemos imaginar un mundo posible distinto al nuestro, si en algún momento de nuestro pasado, la historia evolutiva de la humanidad hubiese seguido un rumbo distinto, y hubiesen aparecido necesidades distintas, quizá nunca hubiésemos atribuido al agua los rasgos definicionales con los que hoy lo consideramos. El argumento de Dewey busca cardinalmente afirmar que, aunque dichos rasgos son definicionales, no asumen tal carácter porque representen la esencia lisa del agua, sino porque al atribuirle tales rasgos al agua hemos respondido satisfactoriamente a necesidades concretas, contingentes, casuales, pero urgentes de la raza humana.
Así pues, Dewey remarca que el valor epistemológico del enunciado ‘el agua es un buen transmisor de electricidad’ no estriba en el grado en que dicho enunciado representa a la esencia del agua, sino que tal valor responde a la instrumentalidad de dicho saber. Es por su capacidad para satisfacer necesidades por la que reconocemos como conocimiento a tal enunciado. Parafraseando a William James diríamos: ‘el conocimiento acontece’. Dadas algunas circunstancias particulares – casuales y contingentes, nunca necesarias – algunas experiencias muestran un grado de utilidad y eficacia para salvar dificultades, vencer obstáculos o enfrentar desafíos; y por esa razón, dichas experiencias, puestas en enunciados o en teorías, son llamadas conocimientos y adquieren un valor científico. Como estas experiencias dependen de experiencias nunca tan estáticas, estamos convencidos de que llegará el día en que lo que hoy consideramos conocimiento, deje de serlo debido al cambio en las expectativas sociales. Así se explicaría, por ejemplo, que la teoría del flojisto, la física newtoniana, el determinismo de Laplace, el modelo ptolemaico, la indivisibilidad del átomo, las trepanaciones craneanas o el modelo feudal de organización social dejen de ser considerados conocimientos; no porque hayamos reconocido formas más perfectas de representar la esencia de la naturaleza, sino porque dadas las nuevas circunstancias demográficas, con instrumentos de medición de mayor alcance, con perspectivas más abarcadoras, con expectativas más audaces, esas primeras respuestas ya no resultan satisfactorias.
Todo esto que he expresado no es de ninguna forma una defensa del relativismo, ni pretendo con ello haber justificado el irracionalismo; el planteamiento de Dewey va por otro rumbo, el centro de su argumento señala y justifica el carácter contingente del conocimiento. Indudablemente dicho argumento no es fácilmente aceptable por el sentido común, pues como dice Rorty (1982) está muy asentado el supuesto representacionalista de que nuestra mente es un ‘espejo de la naturaleza’. Pero el hecho de que el sentir popular no lo puede aceptar fácilmente no habla contra tal propuesta epistemológica. Para defender su actualidad, más bien, pasaré a explicarles cómo realizan en la actualidad su labor los científicos en su producción de conocimientos.
En términos técnicos podríamos decir que, salvo algún científico despistado y anacrónico, todos los investigadores en las distintas disciplinas científicas trabajan con una sola estrategia epistemológica: el falsasionismo (Chalmerls, 1995). Esto significa que los científicos d hoy niegan la existencia de una esencia de la naturaleza, pues en lugar de ver sus teorías como verdaderas de forma absoluta una vez que han sido aceptadas por la comunidad científica, ellos saben que dicha aceptación solo asegura un consenso momentáneo, pero que la validez de su teoría es un proceso diario de ir contrastándola de diferentes formas, con nuevas medidas y para circunstancias diferentes. En otras palabras, la estrategia de los científicos no es acercarse hacia la verdadera esencia, sino más bien alejarse de los posibles errores y salvar sus teorías de las eventuales anomalías. Es, de otra forma expresada, el reconocimiento de que nunca hay una respuesta definitiva y que la aceptación de una teoría se va ganando diariamente con nuevos contrastes o falsasiones. En términos lógicos, la ciencia funciona estratégicamente combinando experimentos dirigidos por el modus ponens – aquellos experimentos que llevan al conocimiento hacia nuevas aplicaciones – y experimentos dirigidos por el modus tolens – aquellos experimentos de contraste que prueban la eficacia e instrumentalidad de las teorías ante nuevas circunstancias. – Así pues, desde el punto de vista psicológico, los científicos funcionan siempre a través del ensayo y error. En mi opinión, tal estrategia de los científicos en la actualidad confirma el carácter instrumental de los conocimientos, la eficacia como valor epistémico y la necesidad de ver a la verdad como un constante lograrse y no como desocultamiento de una esencia guardada; todos ellos, justamente tópicos del pragmatismo en Dewey.
La significatividad pedagógica de esta concepción instrumentalista del conocimiento puedo reconocerla en dos principios que Dewey defendió y que ustedes reconocerán fácilmente como muy actuales: la centralidad de la educación en el educando y la revalorización del interés del alumno. Mediante el primero, Dewey reconoce que el conocimiento es algo que el alumno logra, construye, no aquello que el profesor transmite. La educación tradicional, de claro matiz racionalista, ha defendido una educación bancaria (Freire, 1997) en la que el maestro ‘deposita’ conocimientos en el educando. La propuesta instrumentalista de Dewey exige del alumno una participación más activa, pues es él quien justifica y valida los conocimientos de acuerdo a sus propios intereses. Lo que Dewey rechaza es la idea de que los conocimientos tienen un valor intrínseco y absoluto. En coherencia con su epistemología, Dewey propondría una pedagogía que se centra en la actividad del alumno y no en la transmisión de parte del maestro.
El segundo principio pedagógico, que es deducible del primero, es el respeto y valorización de los intereses del educando. Dewey habló de intereses del educando (Dewey, 1995) pero hoy en día, el mismo principio lo reconocemos a partir del concepto de aprendizaje significativo. Lo que Ausubel explica con este concepto es justamente lo mismo que Dewey quería mostrar, a saber, que no se logra el conocimiento si no se alcanza una conexión con los intereses de los alumnos.
He querido mostrar hasta aquí la relevancia y actualidad del instrumentalismo epistemológico de John Dewey. Pasaré ahora a mostrar, evidentemente con menos detalle, otros dos frentes teóricos de la propuesta deweyana. Según Dewey, si la filosofía clásica defendió esa concepción estática y representacionalista del conocimiento fue por que partió de una dicotomía que, a juicio de los pragmatistas, es falsa: la separación epistémica entre teoría y práctica.
Dewey observa el origen de tal planteamiento dualista en la organización social de la Grecia antigua. Para los griegos existían dos categorías de hombres no intercambiables. Los hombres eran distinguidos en: hombres de la libertad y hombres de la necesidad. Estos últimos eran aquellos dedicados al trabajo, a los negocios y a los aspectos domésticos. Estos trataban con utensilios y objetos; respondían a necesidades como el hambre, el frío, el sueño o la diversión. Los primeros, en cambio, los de la libertad, eran enfrentados a los objetos teóricos, sublimes y absolutos (ahistóricos y aculturales), ajenos totalmente a las vicisitudes cotidianas. El hombre de la libertad podría gozar así del tan reputado ocio, lo que demostraba el honor y el rango social de tal individuo. La distinción teoría-práctica surgió aquí para explicar esta diferencia social. Dewey indica entonces que lo que corresponde es, ante nuevas estructuras sociales, una recomprensión del dualismo.
La teoría es para Dewey una forma de la práctica, porque nadie piensa si no es haciendo. Pensar, dice Dewey, es solucionar un problema, superar un obstáculo, aclarar una duda, explicar una complejidad. Pensar, en términos deweyanos, es sopesar las oportunidades y los medios adecuados en función de alcanzar un fin. La parte meramente ‘espiritual’ en el proceso del pensar es insuficiente e inútil si no se acompaña con toda la estructura de la acción. El triste espectáculo del filósofo que cae al pozo por mirar al cielo y se convierte en el hazmerreir de los ciudadanos se ubica ahora lejos de las exigencias que el ‘pensar haciendo’ nos ha propuesto.
En pedagogía, Dewey consideró como principio el learning by action. Fue muy conocida esta propuesta que Dewey concretizó en su famoso Laboratory Schoool de Chicago. Esa experiencia dio lugar a una serie de colegios progresistas y alternativos en todo Estados Unidos y en distintos otros países. De lo que se trataba era no de privilegiar contenidos, sino la formación de una inteligencia crítica, práctica y situacional.
Por último, me queda decir algo sobre el darwinismo de Dewey. No tengo ni el espacio ni el tiempo para plantear una discusión demasiado profunda, así que me detendré en dos consideraciones muy puntuales. Según Dewey, el planteamiento de Darwin, aunque injusta y erradamente tratado desde sus repercusiones teológicas, fue principalmente una revolución epistemológica por dos razones (Dewey, 2001). Primero, Darwin se llevaba abajo la pretensión de la filosofía de una esencia fija e inmutable. Desde siempre la filosofía había pretendido construirse desde tal supuesto. Darwin nos enseñó la necesidad de considerar el punto de vista evolutivo y rechazar más bien las formas fijas y esenciales. Dewey reconoce, sin embargo, que Darwin solo llevó a término una tradición que ya venía prefigurándose desde antes y que bien puede reconocerse en el historicismo de Hegel. En la actualidad, teóricamente el punto de vista evolutivo ha mostrado su fecundidad metodológica planteando respuestas a problemáticas de otro modo insolubles. Así por ejemplo, al dilema planteado por los antropólogos de si existe una única racionalidad o si son varias y distintas las racionalidades, el método evolucionista y la estrategia pragmatista han permitido reconsiderar a la racionalidad no como un paquete único, sino tratarla como un conjunto de prácticas sociales, lo que ha permitido luces verdaderamente aclaradoras para el tema. La misma estrategia la usan hoy en día los psicólogos para explicar el desarrollo de la moralidad en el niño, o la teoría social para explicar la integración de la sociedad.
La segunda consideración del darwinismo es resaltar el punto de vista adaptativo de nuestra inteligencia. Nosotros no somos una especie inteligente porque así aparecimos en la tierra, sino por un proceso de adaptación que no es sino un proceso de ir resolviendo con conocimientos los problemas concretos y las dificultades que el medio natural nos presentó. Pueden ustedes ver la evidente relación entre dicha mirada adaptativa de la inteligencia humana y el instrumentalismo que Dewey plantea en epistemología, así como su concepción del aprendizaje en la acción.

viernes, 25 de septiembre de 2009

APUNTES PARA UNA ÉTICA AMBIENTAL Y DE EMPRESA - Segunda parte




LA ÉTICA AMBIENTAL COMO UNA OPORTUNIDAD PARA EL MUNDO EMPRESARIAL



Richard Antonio Orozco C.

Lo dicho hasta aquí justifica la posibilidad de una ética ambiental como preocupación colectiva que surge de la toma de consciencia de nuestra vulnerable vida en sociedad, cada vez más insostenible y asentada en estructuras que reproducen una honda fractura social. A partir de aquí, sin embargo, queremos plantear ahora algunas consideraciones necesarias para proponer una ética empresarial que no debe ser vista como una alternativa a la ética ambiental, sino como una precisión de dicha ética dirigida directamente al ámbito de las empresas. La razón para tal identificación estriba en que el objetivo de una ética ambiental abarca también el desarrollo de una sociedad justa económicamente hablando, en donde las oportunidades y beneficios de la modernidad se presenten al alcance de todos y en donde el crecimiento económico esté acorde con el desarrollo social; explicitando aun más, esto significa que el mundo empresarial no logra su crecimiento económico a costa de sueldos de sobrevivencia para sus trabajadores o privándoles de sus derechos laborales, y que la relación que establece con la comunidad se asienta sobre formas de colaboración y cuidado del medio ambiente. Todos estos son, pues, fines planteados por una ética empresarial pero, como hemos dicho, la ética ambiental los considera incluidos dentro de su concepción de mundo sostenible. Lo que estoy intentando mostrar es el reduccionismo que suponía una concepción de la ética ambiental restringida solo al trato de problemas ecológicos causados por nuestro desmesurado consumismo irracional. Ese tipo de concepción, presente más bien en la génesis del movimiento verde (Commenne, 2006), sí podría ser considerado disociado de una ética empresarial, pues sus objetivos podrían ser vistos como en direcciones ajenas: una que dirige sus objetivos hacia a la naturaleza y la otra hacia el ámbito social. Este, felizmente, no es el caso de nuestra consciencia ambiental en la actualidad. Por el contrario, resaltamos el hecho de que un auténtico desarrollo ambiental supone la coincidencia de logros en distintos planos como el económico, jurídico, ecológico, político, empresarial, tecnológico, cívico etc., y por eso mismo reconocemos a la ética empresarial como incluida dentro de una visión amplia de la ética ambiental.
Adela Cortina define a la ética empresarial como una ética cívica y por tanto como una ética de mínimos. Esto quiere decir que tal ética no se encamina a precisar el concepto de felicidad único para todos los ciudadanos, sino que queda determinada por unos contenidos mínimos como son la tolerancia, la igualdad, la libertad, etc. Entre estos contenidos mínimos también se encuentran los derechos humanos. La autora señala, sin embargo, que es necesario considerar mucho más ampliamente dicho conjunto de derechos hasta incluir, en una segunda generación, nuestro derecho a la sociedad justa – con igualdad de oportunidades y posibilitando la realización personal bajo plurales concepciones religiosas, políticas e idiosincráticas – y en una tercera generación, nuestro derecho a la paz y a un ambiente saludable (Cortina, 1996). Así pues, también tras este planteamiento, la ética ambiental y la ética empresarial habrían coincidido en fines, subsumidas ambas en una ética cívica. De esta forma, Cortina incide en que tal ética se forja con independencia de nuestras preferencias de credo, cultura o ideología política; y que lo único que nos exige es el respeto por esos mínimos requisitos de convivencia que pueden ser explicados mediante la regla básica de un desarrollo individual que no demande ningún coste a los conciudadanos.
No obstante, la tendencia que más recientemente ha mostrado la necesaria ligazón entre ambas éticas es la determinación de la responsabilidad social y ambiental de las empresas (RSE) como exigencia impostergable en un mundo con tanta fractura. Esta tendencia, bastante reciente por cierto, propone una ética empresarial desde la perspectiva del medio ambiente en que se gestiona; entendiendo por ‘medio ambiente’ la interconexión de planos en que se definen las relaciones de la empresa con los diferentes actores económicos (stakeholders): trabajadores, clientes, inversionistas, comunidad, país, etc. En otras palabras, el respeto hacia el medium no solo exige tomar en consideración la relación de la empresa con la naturaleza, sino que se trata de incorporar en nuestra mirada todos los impactos causados por la gestión empresarial. La sola presencia de la empresa en una comunidad origina una serie de alteraciones que en términos generales podemos llamar ambientales pero que hacen referencia a distintos planos interconectados – políticos, sociales, ecológicos, culturales, etc. – y que son de absoluta responsabilidad de la empresa. La RSE se ha convertido así en un enfoque que sustenta una ética ambiental-empresarial asumiendo la estrategia de interpretación holística heredada de la ecología.
Se hace necesario considerar que estos nuevos enfoques para una ética ambiental y empresarial pueden ser muy bien una nueva oportunidad para la vida en sociedad: la oportunidad de un desarrollo ecológicamente sustentable y socialmente justo. Nuestra historia, en cambio, ha estado marcada por desarticulaciones sociales y autocomprensiones atomistas, es decir, actores sociales que se interpretaron monológica, autónoma y disociadamente. La estrategia de interpretación que cada actor social asumió frente a sus responsabilidades con el médium se sostuvo sobre una mirada reducida e inmanente. El empresario se entendió a sí mismo como enfrentado al gremio de los trabajadores y opuesto también a los intereses de la comunidad. Los trabajadores de igual forma asumieron que su desarrollo no podía conciliar con el del empresariado, ni con el político. En la medida de sus posibilidades, cada uno de los actores sociales intentó esquivar responsabilidades para con los otros. Así los empresarios evitaron pagar sueldos justos o reconocer los derechos laborales a sus trabajadores, al mismo tiempo que desarrollaron fórmulas para la evasión de impuestos. Mientras que los trabajadores propiciaron con su consumo el desarrollo de un mundo alternativo informal que les era económicamente más asequible aunque supuso costos sociales que ellos consideraron como no de su incumbencia. Así pues, se fueron gestando lo que hemos denominado fracturas sociales, una erosión social que divide y enfrenta a los distintos agentes. Para todos ellos, un trato armónico hacia la naturaleza fue una demanda aceptada, pero siempre desde la concepción de un coste o de un aporte solidario hacia las generaciones futuras. Un sentido reduccionista de la responsabilidad cundió por doquier y se evitó así toda preocupación extra porque se la consideró una carga que, si estuvo en las posibilidades, era mejor evitar.
El resultado de tal modelo agregacionista fue el enfrentamiento, la erosión y un modelo de desarrollo insostenible en el que campeó la racionalidad egocéntrica y la libertad negativa, contrapuesta esta a la responsabilidad y a la exigencia social. Deseo justificar esta idea del mundo insostenible con algunas cifras elocuentes. Para facilitar la comprensión, pensemos en el mundo como un pueblo de 100 habitantes. Las estadísticas nos muestran un panorama con las siguientes características (Commene, 2006):

60 Asiáticos
14 Americanos
13 Africanos
12 Europeos y medio habitante de Oceanía
52 Mujeres
48 Varones
70 No blancos
70 No cristianos
89 Heterosexuales
11 Homosexuales
52 Están dispersos por el campo
6 Poseen el 59% de la riqueza, muchas norteamericanas.
50 Viven con 2 dólares por día
25 Viven con 1 dólar por día
15 Producen más de la mitad de las emisiones de CO2
25 Consumen ¾ de la energía total
17 No tienen ni servicio médico, ni techo adecuado ni agua potable.
50 Sufren malnutrición
70 Son analfabetos
80 Viven en una vivienda de mala calidad
20 Controlan el 86% del PNB y el 74% de las líneas telefónicas
11 Usan un coche y serán 20 de aquí a 20 años
20 Disponen del 87% de vehículos y el 84% del papel
9 Tienen acceso a Internet
1 Tienen acceso a un nivel de estudios universitarios.
1 Muere y 2,3 niños nacen cada año
Y el pueblo tendrá 133 habitantes en el 2025.

La situación se presenta, desde todo punto de vista, escandalosa. Constatamos así lo insostenible que se ha vuelto la vida; las diferencias y desniveles muestran la urgencia de pensar en sistemas que contrarresten tal estilo de desarrollo. Lo que parece claro, a partir de tales datos, es que los beneficios de la modernidad y la tecnología son el gozo de pocos, aunque sí todos deben afrontar los costes. Sin embargo, para ser más explícitos, presentamos ahora unos datos mucho más elocuente respecto a los niveles de gastos y preferencias de los que más tienen comparándolas con los costos que significarían hacer frente a las demandas más impostergables del mundo (Commene, 2006):


LOS NÚMEROS EXPRESAN MILES DE MILLONES DE DÓLARES ANUALES

  • Maquillaje 18
  • Atención de salud reproductiva para todas las mujeres 12
  • Alimentos para mascotas (EEUU y Europa) 17
  • Erradicación del hambre en el mundo 19
  • Perfumes 15
  • Alfabetización universal 5
  • Cruceros 14
  • Agual potable sana para todos 10
  • Helados (Europa) 11
  • Inmunización de todos los niños 1,3


Estas escasas diferencias entre objetivos ineludibles para un desarrollo justo y los gastos superfluos de una sociedad consumista son prueba palpable de un equívoco en la ruta elegida para el desarrollo. Ante esta situación escandalosa, ya no se trata solo de caridad, se trata de un desarrollo sustentable. Muchos teóricos recientes han incidido en la urgencia para cambiar de rumbo, se ha enfatizado por ejemplo que la crisis económica internacional no solo es signo de una situación coyuntural, sino mucho más estructural. Joseph Ratzinger, en su calidad de Sumo Pontífice, ha remarcado esta necesaria conexión entre los fríos datos económicos y los conceptos de desarrollo ético y social (Benedicto XVI, 2009). En esa misma línea se ubica el nobel en Economía, Amartya Sen. Para dicho autor, originario de la India, la herencia moderna que disociaba el ámbito de los valores sociales y éticos respecto del ámbito económico ha mostrado su colapso (Sen, 1989). Afirma este autor que quienes aun quieren defender la autonomía de la ética respecto al concepto ético de desarrollo, se amparan generalmente en una equivocada interpretación de los textos de Adam Smith. La lectura errónea tiene su origen en una petición de principio, pues se parte de la necesaria autonomía de ámbitos como un presupuesto de la interpretación. Evidentemente solo se justifica lo que de comienzo ya se sostiene. Para Sen, en cambio, ni en Adam Smith se puede encontrar tal dicotomía entre desarrollo ético-social y crecimiento económico. Prueba esto afirmando que en los textos de Smith no hay necesariamente un reduccionismo a la hora de concebir la capacidad decisiva del ser humano. La economía no se desarrolla plenamente si pretendemos explicar al ser humano bajo la sola racionalidad egocéntrica. El criterio en las decisiones de un empresario no necesariamente se reduce a la ganancia irresponsable, se puede conjugar muy bien tanto su anhelo de crecimiento económico con su sentido ético de responsabilidad hacia un desarrollo con justicia y ecológicamente amigable. Esa es la propuesta de una ética ambiental y empresarial: la oportunidad para cambiar de rumbo y lograr un mundo sustentable con un auténtico desarrollo ambiental.
En 1987 la Naciones Unidas publicaron el Informe Brundtland. En él se enfatizaba la correlación existente entre la pobreza en el mundo y la degradación de los medios naturales. El texto, además, demostraba que el crecimiento económico sostenido en el tiempo, la lucha contra la pobreza y la buena gestión medioambiental siempre van juntos. En ese informe se definió por primera vez el concepto de desarrollo sustentable (sustainable development), que afirma la posibilidad de un tipo de desarrollo ecológicamente correcto y socialmente justo.
En verdad, el argumento para defender la idea de una ética ambiental como oportunidad es más sencillo de lo que parece. Tal y como Al Gore lo ha mostrado en sus ya famosos documentales, sería una falacia colocar los intereses individuales en una balanza frente a los intereses ambientales. Si el medioambiente se vuelve insostenible ¿qué interés individual puede ser logrado? En palabras de Commene: “no hay empresa sana en una sociedad enferma” (2006, p. 88) Así, pues, se trata de la posibilidad misma del desarrollo no de una alternativa. Pero es una oportunidad porque al final el beneficio es para todos: empresarios que pueden vender más, trabajadores que se sienten mejor tratados y más reconocidos, consumidores que pueden obtener mejores productos, gobiernos que perciben mejores contribuciones, inversionistas que participan más activamente en el desarrollo de la empresa y que ven una mayor rentabilidad en sus inversiones, etcétera, etcétera. Claro que todo esto es posible siempre que se comience no identificando al dinero como ‘la finalidad’ del desarrollo de la empresa, sino como el medio para lograrlo.
Algunos ejemplos ilustrativos del RSE en la práctica que muy por el contrario de lo que se podría pensar no llevaron a ningún desmedro en su rentabilidad, sino a un desarrollo sostenible en el tiempo:
· Carrefour International, multinacional de la distribución, primero en Europa y segundo a nivel mundial; 9200 negocios en 30 países. Evalúan las condiciones sociales en las cuales se fabrican los productos. Se garantiza así, por ejemplo, que el consumidor no recibirá un producto fabricado por niños. Para ello ha creado un ‘comité de control’ integrado por 4 representantes de ONG, la Federación internacional de ligas por los DDHH y dos representantes de Carrefour.
· BP Polonia. Centrado en el comercio minorista, GLP, aceites, asfaltos y productos químicos. Ha creado el programa ‘Clean Business’ (Czysty Biznes) que busca aumentar el rendimiento ambiental de pequeñas y medianas empresas y demostrar que este va acompañado de una mayor eficacia y una rentabilidad más alta, también para las comunidades locales.
· Proyecto ‘Fersol’ (Brasil). El lema que ha adoptado es “Responsabilidad social – Cultivando nuestra tierra y nuestra gente” Se planteó como objetivos: direccionar sus inversiones; privilegiar la manutención del empleo; apostar por el entrenamiento de la mano de obra especializada; incentivar la educación y el proceso de concientización socio-ambiental. Destinó el 15 % de sus ganancias y los proyectos que desarrolló fueron:
o La escuela ‘Fersol’
o El programa ‘analfabetismo cero’
o Privilegiar la diversidad a la hora de contratar personal. (61% mujeres, 38% afrodescendientes, 26% por encima de los 45 años, 3% con talentos especiales)
o Debates en años de disputa electoral
o ‘Cuando el 1% se transforma en el 100%’ Contribución voluntaria del 1% de sus salarios, para adquisición de canastas básicas familiares para las comunidades de Manrique y la región adyacente. Los beneficiarios son estimulados a participar en iniciativas de reciclado de residuos o bien en programas de alfabetización.
o Actividades recreativas para sus empleados.
o Fundación Abrinq, programa que defiende los derechos de los niños.
En todos estos casos, la ética ambiental demostró ser una alternativa sana de desarrollo que permite un bienestar para todos. Los consumidores conscientes exigieron productos fabricados responsablemente y esto trajo mayor ganancia a las empresas que cumplen con esos estándares. La exigencia de los consumidores trajo, a su vez, trabajadores mejor tratados y una comunidad que se ha visto beneficiada significativamente. En otras palabras, un desarrollo empresarial que sí se logra a partir de una reconciliación.



BIBLIOGRAFÍA

BENEDICTO XVI. (2009), Caritas in Veritate. Carta encíclica. Lima: Editorial Salesiana.
COMMENNE, V. (2006). Responsabilidad social y ambiental: el compromiso de los actores económicos. París: Charles Léopold Mayer.
CORTINA, A. (1996). “La ética empresarial en el contexto de una ética cívica”, en: Cortina, A., Ética de la empresa. Claves para una nueva cultura empresarial. Madrid: Trotta.
DEWEY, J. (1964). Naturaleza humana y conducta: introducción a la psicología social. México: FCE.
DEWEY, J. (1995), Democracia y educación. Una introducción a la filosofía de la Educación. Madrid: Morata.
GARCÍA-MARZA, D. (2004). Ética empresarial. Del diálogo a la confianza. Madrid: Trotta.
GOLDSMITH, E. (1993), The Way. An Ecological World-View. Boston: Shambhala.
GOMEZ-HERA, J. (Coord.) (2002), Ética en la frontera. Madrid: Biblioteca Nueva.
HABERMAS, J. (2000), Aclaraciones a la ética del discurso. Madrid: Trotta.
JAMES, W. (2000), Pragmatismo. Madrid: Alianza Editorial.
KLIKGBERG, B. (2002), Hacia una economía con rostro humano. Maracaibo: Universidad de Zulia.
SEN, A. (1989), Sobre ética y economía. Madrid: Alianza Editorial.
SOSA, N. (1994), Ética ecológica. Madrid: Libertarias / Prodhufi.

jueves, 13 de agosto de 2009

APUNTES PARA UNA ÉTICA AMBIENTAL Y DE EMPRESA - Primera parte


Richard Antonio Orozco Contreras



El reto principal de la ética en el mundo contemporáneo es encontrar ese justo medio apropiado entre una ética fuerte que reclama el deber de los seres racionales con una ética que se concibe a sí misma como ruta hacia la felicidad. A la primera la denominamos deontológica y le reconocemos una base cognitiva, metafísica y ahistórica, que prescribe universalmente los principios insoslayables sobre los que hombres y mujeres deben plantear su vida; a la segunda la tipificamos entre los modelos contextualistas, con bases más bien existenciales y prudenciales, que recogen las fortalezas del historicismo, de la racionalidad práctica y de la argumentación pragmatista.
El reto no es fácil debido a que ambos interlocutores han esbozado planteamientos contundentes que al mismo tiempo, a primera vista, parecen inconmensurables. Así tenemos que, por ejemplo, los primeros exigen a toda propuesta ética una mirada que trascienda la simple visión egocéntrica, que supere ese tipo de reflexión atada a los intereses personales y asuma la perspectiva universal de quien es consciente que el mundo no es ‘mío’, ni a mi antojo. El argumento, en verdad, sigue la defensa kantiana del punto de vista universal – racional- considerado como el único moralmente aceptable, porque si no “la moral se desmorona”. ¿Qué carácter puede ofrecer una moral que no defienda el punto de vista incondicionado? Solo sería un mamarracho de moral - habría dicho Kant – que no presenta ninguna utilidad ni para la sociedad ni para el individuo, que no cumple ninguna función y que por ello se diluye en el más vergonzoso sinsentido.
En el otro frente, los cotextualistas han desdeñado esos argumentos, pues reclaman un respeto a las circunstancias, al aquí y ahora. ¿Qué fuerza de obligación puede llevar una norma moral que sea ajena al momento histórico que el individuo vive? Así pues, el apriorismo moral de sus oponentes es objetado por que plantea normas impersonales e inflexibles que evidentemente no generan obligación de ningún tipo. En una pretensión por alcanzar lo seguro, la moral habría huido equivocadamente de las contingencias de la vida diaria perdiendo su más propio carácter rector.
Sin embargo, el desafío se vuelve aun más acuciante, pues un nuevo frente se presenta para ser considerado en la fundamentación ética. Los peligros ecológicos, como lo ha reconocido Hans Jonas (2004), hacen patente un vacío en la ética que alcanza hasta sus más cardinales fundamentos. La ética, pues, ya no puede pretender mantenerse bajo los mismos parámetros como clásicamente ha sido concebida. Así, por ejemplo, si en la sociedad pre-tecnológica la naturaleza no era objeto de la ética, ya que esta se restringía a regular las relaciones humanas, en la sociedad actual ya no es posible pensar nuestras responsabilidades éticas sin considerar nuestras exigencias para con la naturaleza y para con las generaciones futuras. La razón que justifica tal consideración es que las acciones humanas hoy, a diferencia de las situaciones del ayer, poseen ya una resonancia que sobrepasa nuestro aquí y ahora. Así pues, los desequilibrios en el ecosistema han golpeado nuestro arrogante antropocentrismo ético haciéndonos tomar consciencia de su carácter insostenible. Nuestro sentido de responsabilidad ético ya no puede mantenerse – y justificarse – en una cortesía hacia la naturaleza o hacia los animales, o plantearse desde los sentimientos de repugnancia que provocan la depredación salvaje o algunas crueles prácticas costumbristas. La discusión se torna más fundamental; el plano en la que debe desarrollarse corresponde al cogollo de la ética, pues no se trata de aspectos accesorios a la ética sino de la sostenibilidad de la vida y su desarrollo.
Si aún existieran objeciones a esta perspectiva afirmarían más bien que las nuevas consideraciones para la ética solo alcanzan al planteamiento de las normas y no a la fundamentación de la ética misma. Ante esto un contraargumento definitivo parte por mostrar que el antropocentrismo de la ética clásica es una cuestión fundamental y no accesoria. Jonas analiza tal antropocentrismo y afirma además que uno de sus rasgos más elocuentes es su mirada restringida al ámbito de la ciudad (polis) y a un tiempo presente compartido. De esta forma, el sujeto moral solo asume responsabilidad hacia quienes comparten la ciudad, el artefacto humano, y coinciden con él en el tiempo. Jonas observa que este rasgo de la mirada restringida ha sido muy propio de la tradición occidental en sus distintos planteamientos éticos, pero en la actualidad se hace insostenible. Ya no pueden ser definidos como neutralmente éticas las irresponsables campañas de deforestación, la caza indiscriminada, las pruebas nucleares mar adentro, la contaminación de los ríos de parte de las mineras, la emisión de gases de efecto invernadero o el desperdicio del agua potable. Todas estas y muchas otras formas de relación con la naturaleza llevan en sí una carga de moralidad y por eso no podemos seguir pensando nuestra responsabilidad ética en términos que se restrinjan solo a las relaciones humanas. El antropocentrimo ético debe ser superado y por ello se hace urgente repensar los fundamentos éticos abrazando también este nuevo frente de apremios.
Así pues, tres son las exigencias que debe satisfacer una ética en la actualidad: a) la necesidad de superar el punto de vista egocéntrico, b) el respeto por el contexto y c) la urgencia de una dimensión ecológica. No obstante, surgen una serie de preguntas que van desde: ¿Por qué yo debería querer cumplir con una ética?, hasta ¿por qué debo considerar el punto de vista de otros distantes a mí, como pueden ser los animales o incluso aquellos seres humanos que aún no habitan el planeta? Propongo enfrentar dichos cuestionamientos abriendo dos campos de reflexión: i) los fundamentos para una ética ambiental, ii) la oportunidad que una ética ambiental brinda a la sociedad y a la empresa. En la primera parte, la pregunta fundamental será si puede el interés ser un fundamento válido para la ética. En la segunda sección, intentaré defender la idea de que una ética que nos exige responsabilidades medioambientales no debe ser entendida como una carga pesada ajena a los intereses de la sociedad en general y de la empresa en particular, sino que dicha ética puede ser vista como una oportunidad ejemplar, como la oportunidad de reconciliar a todos los miembros de la sociedad en un auténtico desarrollo ecológicamente sostenible y socialmente justo.

I. FUNDAMENTOS DE UNA ÉTICA AMBIENTAL
La cuestión del fundamento surge ante la presencia de esos tres nuevos desafíos a los que ya hicimos referencia y debido también al ocaso de los fundamentos clásicos: estos y aquellos son los trazos que dibujan la actualidad de la ética. En la historia de occidente, la ética afirmó sus fundamentos desde la metafísica o desde la teología. Aunque ambos discursos pudieran hoy reclamar con justicia la validez de su presencia en el ágora plural que conforman nuestras sociedades -lo que por principio no puede ser rechazado-, su participación en la discusión no puede exigir la primacía que antes tuvo. Aunque se afirmara que la naturaleza humana es la misma y no ha cambiado en nada desde la época griega, y aunque esto fuera verdad, qué tipo de discurso podría exigir la prerrogativa del acceso directo hacia eso que llaman naturaleza humana; y en segundo lugar, de qué serviría acceder al conocimiento de tal ente ¿solucionaría en algo los auténticos problemas ético-sociales? La metafísica fue desde siempre el portador de dicho discurso, pero en la medida que tal estrategia argumentativa enajena a la realidad de su contingencia e historicidad, entonces pierde significatividad para la ética. ¿Qué fortaleza puede guardar un discurso sobre la naturaleza humana que no atienda los cambios, las adaptaciones y las diversidades culturales? Por otro lado, la religión solo fundamenta una ética inmanente a un credo, perfectamente válido por supuesto, pero en cuyo caso vincula solo a quienes comparten los axiomas básicos de dicho discurso. Por lo tanto, no podemos recurrir como antaño a la religión o a la revelación como fundamento para la ética; no, si queremos plantearnos una ética con pretensiones de universalidad, con capacidad de crítica y corrección que alcance a todos los individuos.
Necesitamos, pues, encontrar respuestas a esta crisis de fundamentos. Un reto bastante difícil porque, al ocaso de los fundamentos clásicos le ha seguido un marcado subjetivismo moral y un omnipresente emotivismo, lo que significa que ahora es muy difícil justificar ante cualquier vecino porqué debería comportarse éticamente bien ya que él considera que sus emociones y sus pareceres individuales son los únicos criterios determinantes para la corrección de su acción. Si ya es difícil argumentar por responsabilidades ante los congéneres, es aun más difícil pretender defender una responsabilidad para con el planeta, los seres vivos no-humanos o los seres humanos que todavía no habitan la Tierra.
Una respuesta, a mi entender, satisfactoria para todos estos desafíos es la que ha propuesto el filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermas. Según este autor, la moral puede reconocerse como “…el dispositivo protector que compensa un riesgo constitucional ínsito en la forma de vida sociocultural misma” (Habermas, 2000, p. 229). En otras palabras, la moral sería un artificio humano que nos permite sobrellevar el peligro que lleva en sí mismo la vida social. Dicho peligro no es otro que el de la vulnerabilidad a la que todos quedamos expuestos por vivir en común. Voy a intentar aclarar tal afirmación.
Hay varios aspectos que deseo resaltar de la propuesta de Habermas. En primer lugar, me parece importante destacar que en su definición Habermas no ha requerido el apoyo ni de la metafísica ni de la religión para explicar el porqué del deber moral. La moral, pues, para este autor no se explicaría como persecución de una esencia perfecta de la naturaleza humana, ni el destino final que un dios habría prescrito a los hombres. Por el contrario, se muestra en la simple explicación de Habermas un temperamento pragmatista que no es otra cosa que descubrir también en la moral ‘el rastro de la serpiente humana’ como alguna vez lo dijo William James
[1]. La moral no es pues ni la reverencia obligada hacia la perfección de la naturaleza, ni hacia la bondad de un dios, es más bien la respuesta común que los seres humanos han forjado para dar respuesta a una necesidad apremiante: su vulnerabilidad.
En segundo lugar, deseo buscar una comprensión de este que, según Habermas, es el meollo de la ética: la vulnerabilidad ínsita en nuestra vida en sociedad. ¿A qué hace referencia Habermas con este concepto de ‘vulnerabilidad’? ¿Es acaso una mirada hobbesiana del ser humano que imagina la guerra de todos contra todos, la carnicería de lobos contra lobos, en el contrafáctico caso de un mundo sin moral? En mi opinión, Habermas no necesita de la fácil respuesta extremista. No hace falta pensar al ser humano desde la dicotomía de un pesimismo o un ingenuo optimismo. La propuesta de Hobbes es muestra de esa mirada extrema. La explicación de Habermas no se acopla a dicho pesimismo. Además, Habermas ha recusado todo intento metafísico de querer definir la naturaleza humana en una forma acabada y esencial; y en verdad no hace falta tal estrategia argumentativa para reconocer que en la convivencia social el ser humano se muestra vulnerable. La vulnerabilidad no está asociada necesariamente a la guerra de todos contra todos, sino a nuestra innegable interdependencia. La estrategia hobbesiana busca reconocer la fundamentación última de todas nuestras acciones. Habermas, en cambio, reconoce una característica patente de nuestra vida en sociedad sin pretender definirla como fundamento último. Así, pues, nos hacemos vulnerables al conformar con otras personas relaciones de amistad, compañerismo o romance. La vulnerabilidad se hace patente en nuestras relaciones sociales porque allí se manifiesta mejor nuestra interdependencia. En este sentido, la moral es un paliativo a esa vulnerabilidad, la inseguridad absoluta es insufrible y a ello respondemos con un sistema de normas y exigencias, deberes y prescripciones que regulan nuestra vida para hacerla posible y, por supuesto, feliz.
Un tercer comentario, quizá el que más deseo destacar, es reconocer que entonces el fundamento de la moral estriba en el interés del ser humano quien, necesitado y vulnerable, encuentra así un mecanismo que garantiza seguridad ante la fragilidad y la tensión. Esta forma de argumentar para explicar el trasfondo de nuestro deber moral es, sin embargo, fuente de escándalo para muchos. Es así porque para un gran número de filósofos a lo largo de la historia (simplificadamente se les puede denominar ‘platónicos’) la moral está asociada a la perfección y no a la ‘necesidad’ o al ‘interés’ que son más bien, en el vocabulario de la filosofía clásica, cuasi-sinónimos de imperfección.
La palabra interés ha sido asociada, en el sentido común, al mundo de los negocios y a partir de allí se le ha cargado de significado negativo, mercantil y consumista. En el habla popular, cuando nuestras relaciones sociales, tratos o asuntos, se presentan con demasiado interés, entonces son dignos de sospecha. Así por ejemplo, se elogian las amistades des-interesadas y se reprueban las acciones políticas que reflejan un interés personal. En estos casos, el carácter interesado que reflejan les deja incluso un pestilente olor a inmoralidad. A esto, sin embargo, todavía debemos sumarle una connotación negativa más de la palabra ‘interés’ que también se vuelve objeción a nuestro intento de querer asociarla a la moral. Esta nueva connotación se presenta cuando lo interesado resulta sinónimo de ‘sin-valor’. Así por ejemplo, dudamos de lo valioso que pudiera ser una obra artística que haya sido elaborada con algún interés; como también sospechamos de las acciones filantrópicas cuya finalidad haya llevado anexo un beneficio para el agente. De todo esto, pues, se ha concluido en el sentir general una disociación entre la moral y el interés. La filosofía no ha caminado demasiado lejos de esta perspectiva del sentido común, muy por el contrario, encontramos en la filosofía clásica la justificación conceptual para tal dicotomía entre la moral y el interés personal: piénsese en el menosprecio con que los filósofos griegos miraron el ámbito de los negocios, de lo práctico y de lo doméstico; recuérdese la exigencia medieval de una moral entendida como ab-negación de lo humano, mundano, profano y terrenal; considérese la pretensión de la modernidad por querer cimentar la moral en bases a priori. Tras todos estos planteamientos filosóficos se ha desarrollado una ética ajena a las vicisitudes y urgencias humanas y, más bien, cercana a la perfección divina.
Todo esto muestra que el proyecto de Habermas de querer religar la moral al interés de la persona es sumamente osado, sino contracorriente. No obstante, John Dewey, el famoso filósofo y pedagogo estadounidense, supo destacar en la semántica del concepto ‘interés’ un aspecto no tomado en cuenta por quienes prefieren disociarlo de la moral: interés también significa ‘preocupación’, ‘solicitud’ y ‘atenta ansiedad’ (Dewey, 1995, p. 112). Cuando nos interesamos en un asunto, nos motivamos y ordenamos todo lo que esté a nuestro alcance para conseguir éxito en nuestro objetivo. De hecho, la disciplina, el compromiso, la entrega y dedicación son consecuencia de un asunto que nos interesa. Así pues, es este último sentido de la palabra ‘interés’ el que queremos recoger para asociarlo a la moral. No se ha puesto el énfasis en la mirada egocéntrica, sino en la motivación que sustenta la moral como un proyecto que reclama nuestro interés y el interés de la especie. Esto no significa, de ninguna manera, restarle valor a la moral, significa únicamente considerar que la ética es la concentración de una de nuestras más importantes preocupaciones tan humanas como la salud y la comida.
¿Qué tipo de objeciones podrían plantearse a esta interpretación de la moral? Se habría así enfrentado, más bien, las dos primeras exigencias que se presentaban para alcanzar la fundamentación de una ética en la actualidad. En primer lugar, no habríamos cedido al cómodo subjetivismo, pues no afirmamos que el criterio de moralidad dependa de cada sujeto, sino que interpretamos a la moral como un asunto que nos concierne y nos interesa a todos. Habermas incluso comenta que en el centro mismo de nuestra consciencia del deber ético está nuestra confianza en una reciproca responsabilidad: cumplimos nuestro deber porque estamos seguros que los otros también lo cumplirán. Frente a la segunda exigencia, habríamos evitado el discurso impersonal y descontextualizado, por el contrario nuestra explicación de la moral la habría ubicado entre los más preciados intereses humanos, no divinos.
No obstante, falta ahora plantearnos la tercera exigencia que supone plantearnos una ética para la actualidad: la urgencia ecológica. En mi opinión, la definición que Habermas ha presentado permite encarar también esta tercera demanda. Voy a explicarme con dos comentarios, mostrando a su vez cuán pertinentes resultan siendo los conceptos de ‘vulnerabilidad’ e ‘interés’ para lograr la fundamentación de una ética ambiental.
Hegel decía en su Filosofía del Derecho que nosotros somos dueños de la mano que lanza la piedra, pero nunca así del destino de la piedra. Esta afirmación se parece mucho a la tesis kantiana de la neutralidad ética de la acción. Es la forma general de fundamentar la ética en la intención y alejarla de los fantasmas de la contingencia y el azar que rodean a la acción y sus consecuencias. Contingencia y azar nunca fueron del agrado de la filosofía occidental por lo menos hasta el siglo XVIII. Dichos conceptos estaban más bien unidos a la imperfección o al irracionalismo. Aunque la ética de Hegel no podría ser catalogada como ‘ética de la intención’, la de Kant sí que lo fue con marcada evidencia. Para las éticas acordes con la tesis kantiana, la moralidad es vista antropocéntricamente y restringida al plano de las intenciones, al fuero interno. La justificación para dicha tesis es que la acción y sus consecuencias dependen de tantos factores casuales, que no parece justo cargárselas a la responsabilidad del agente. Sin embargo, como quiero sostener aquí, la tesis kantiana no puede aplicarse para la fundamentación de la ética en la actualidad. Como Hans Jonas ha afirmado, quizá en algún tiempo, cuando nuestros desajustes e intromisiones en la naturaleza no causaban daños significativos, podía pensarse en liberarnos de responsabilidad respecto de las consecuencias de nuestras acciones. Pero, en nuestra sociedad tecnológica e industrial, atómica y cibernética, cuando nuestras decisiones no solo están afectando contundentemente nuestro presente, sino que incluso ponen en riesgo la sostenibilidad de la vida misma, la del planeta y la del ecosistema, entonces no es posible liberarnos de tal responsabilidad: debemos dar respuesta también por las consecuencias que el lanzamiento de la piedra cause.
En tal sentido, el concepto de ‘vulnerabilidad’ empleado por Habermas en la definición de la ética aparece pertinente para explicar porqué nuestro deber ético se amplía hasta reconocerse también frente a la naturaleza, frente al ecosistema o frente a generaciones futuras. La razón principal es que ahora el grado de vulnerabilidad que las consecuencias de nuestras acciones provocan en la sostenibilidad de la vida es muchísimo más significativo de lo que las éticas antropocéntricas tomaban en cuenta. Por eso mismo, nuestra responsabilidad ética se ha cargado de mayor peso, pues ya no es posible esconder el impacto ambiental de la mayoría de nuestras acciones. Prueba de ello son nuestras pruebas atómicas, la contaminación del aire, el consumo indiscriminado de recursos no renovables, el cambio climático producto de la emisión de gases contaminantes, etc., etc., etc. Todas estas formas de conducta egocéntricas, pueden ser hoy catalogadas de irresponsables pues entendemos que el alcance de nuestra responsabilidad se ha ampliado hasta alcanzar todas las acciones que hacen más vulnerable la vida misma en nuestro planeta. Somos conscientes pues de cuánto daño podemos infringir en la naturaleza y cuán insosteniblemente frágil podemos hacer nuestros ecosistemas, esta es la exigencia que nos lleva a mirar más ampliamente nuestras responsabilidades éticas. Sin embargo, si alguien quisiera, con algún grado de exquisitez, exigir precisión en los límites de la responsabilidad, habría que decir con mucha humildad que nuestra responsabilidad ética se extiende hasta donde las consecuencias de nuestras acciones, individuales y colectivas, hacen vulnerable y frágil nuestra supervivencia; y eso nunca puede ser definido con precisión geométrica.
En segundo lugar – ahora tomando en consideración el concepto ‘interés’ asumido en la fundamentación de la ética – si asumimos que la moral es un asunto de interés humano se hace urgente plantearnos como parte de nuestra responsabilidad ética las exigencias ambientales pues estas ya nos son accesorias o ideológicas, sino que reflejan auténticamente nuestra principal preocupación: la sostenibilidad de la vida misma. ¿Qué otro asunto podría ser más nuclear en el interés del ser humano? Si nuestra principal preocupación es lograr una vida cómoda, segura y feliz; y la ética es uno de los artificios de la que nos valemos para lograr tal fin, entonces esta no puede ser hoy ajena a las exigencias ecológicas. Se trata solamente de reconocer que esas, nuestras aspiraciones de una vida segura y feliz, no dependen solo de lo que cada uno de nosotros haga o deje de hacer, sino que en un mundo marcado por un alto grado de interdependencia, nuestras acciones afectan a otros y nosotros mismos somos afectados por las acciones de otros. Y esos ‘prójimos’ no son necesariamente tan cercanos como antes solía creerse, sino que el tipo de afección que puedo recibir o causar hoy supone que considere incluso a futuras generaciones, a los animales o a la naturaleza en general.
Esta es una cuestión del interés de la especie y de los individuos en particular. En mi opinión, el meollo del asunto estriba en una amplitud de visión. Contra aquellos que piensan que el asunto de mi interés está al ‘alcance de mi mano’, la ecología nos ha mostrado que nuestros asuntos de mayor interés están un los horizontes de nuestra visión. Heidegger decía que la cultura moderna nos ha vuelto inmediatistas y eso significa que hemos recortado el alcance de nuestra mirada. Nos asumimos como átomos aislados enfrentados al mundo, cuando de lo que se trata es de reconocer más humildemente que para alcanzar nuestro anhelo de una vida feliz entran en juego muchos más factores que aquellos que nuestra visión cortoplacista nos muestra.
La exigencia ecológica no es otra cosa que asumir ese nuevo punto de vista que el reconocido ambientalista Edward Goldsmith ha definido como holista, teológico y que explica los hechos en términos de su rol dentro de la evolución de la biosfera (Goldsmith, 1993, p. 28). El autor propone que el ecological world-view es opuesto a la típica explicación cientificista que más bien subsume los hechos en una línea discontinua de causas y efectos.
Así pues, no se trata de asumir el punto de vista ecológico porque le debamos una reverencia a la naturaleza, sino porque redunda en nuestro propio interés. Porque somos cada vez más conscientes que las respuestas reduccionistas a la larga son más perjudiciales que benéficas y nos alejan más del anhelado bienestar.

[1] “Sí, la huella de la serpiente humana está por todas partes” (James, 2000, p.91)

miércoles, 1 de julio de 2009

LA AUTENTICIDAD COMO IDEAL MORAL. CHARLES TAYLOR Y LA MODERNIDAD


Richard Antonio Orozco C.


Charles Taylor es un canadiense francófono agudo crítico de la modernidad, quien sin embargo no ha sucumbido en la cómoda posición extremista de proponer el ‘todo o nada’. Se ha negado a ser reconocido con el apelativo de comunitarista pues él mismo no se considera algo distinto de un liberal. Ha desarrollado una comprensión historicista de los conceptos claves con que los sujetos modernos logran su autocomprensión resaltando así el carácter mayormente descontextual de dichos términos.
Una segunda crítica, no menos importante, es la emprendida contra el ideal moderno de ‘autenticidad’ que bien puede ser considerado el emblema moral de nuestras sociedades contemporáneas y que es defendido con especial devoción junto al nihilismo y al subjetivismo moral.
Taylor explica que nuestro concepto de autenticidad proviene del concepto de ‘autonomía’ que se forjó en el siglo XVIII, y del aporte de los románticos del siglo XIX quienes más bien desarrollaron el concepto de ‘autorrealización’. La autonomía del siglo XVIII significaba una identificación – sumisión – de la voluntad a los mandatos de la razón. La autorrealización de los románticos fue más bien una ilusión bastante sentimental sobre las posibilidades del individuo. El concepto de ‘autenticidad’ es más propio del siglo XX y puede quedar explicado muy bien con esa famosa frase de Shakespeare: “sé fiel a ti mismo”.
La crítica que Taylor formula es hacia el evidente vacío referencial de un ideal que no tiene en qué sostenerse. Ser fiel a uno mismo es tan carente como insensato y, por supuesto, pierde el carácter rector de todo ideal moral. Es entonces que Taylor intentará mostrarnos una posibilidad de recuperación para este ideal inconsistente. La mirada de Taylor no es hacia un deber ser normativo a priori que intentara explicar cómo debe ser un ideal moral; sino que este autor se centra en la facticidad de nuestra identidad. Somos siempre un reflejo de un ‘nosotros’ y por tanto si hemos de ser auténticos no lo somos hacia un yo que en sí mismo, independiente de sus relaciones, es un sin-sentido.
La autenticidad es una relación, pero esta no relaciona al yo con el yo mismo, pues pierde todo carácter y consistencia moral. La autenticidad es una relación entre el yo y los orígenes mismos de la identidad, es decir, el mundo inclusivo de relaciones y dependencias sociales. Un ejemplo puede ayudarnos a ver mejor ambas posibilidades. Para quienes defienden la autenticidad como una relación entre el yo y el yo, podrían responder a la pregunta “¿cómo sería yo si hubiese nacido en Londres en el siglo XV?”; para quienes entienden que la autenticidad – y la identidad – nos liga al mundo de relaciones y dependencias sociales, dicha pregunta resulta sin-sentido: simplemente no sería yo.
No obstante, nuestras sociedades liberales han forjado el ideal moral de la autenticidad y lo defienden como si de hecho de él dependieran caminos significativos y modos de ser apropiados. Taylor ha mostrado en cambio que este tipo de sociedad, carga a sus individuos con tres malestares paradójicos, pues aunque parecen ser virtudes resultan siendo insufribles. Los tres malestares que Taylor ha apuntado son: a) el individualismo. Este es un logro de la modernidad, pues es el reconocimiento del individuo por sobre el grupo. Es el aprecio de sus logros, de sus virtudes y posibilidades. Sin embargo, Taylor lo muestra como un malestar, pues como dice “hemos achatado nuestras vidas”. Así pues, lloramos solos nuestras derrotas y gozamos solos nuestras victorias. Quizá el mejor reflejo de lo que Taylor quiere mostrar esté expresado en el título de la ya célebre novela de Milan Kundera: La insoportable levedad del ser. El ser se nos ha vuelto insoportable por lo ligth, por lo chato, por lo escaso, por lo inubicable. Taylor anota que el individualismo está asociado a un subjetivismo moral, es decir cada uno sabe lo que es bueno para cada uno, que en el fondo resulta siendo bien comodón. La expresión más patética de este comodón subjetivismo es la respuesta típica que sabemos dar a toda pretensión de corrección: “tú no te metas conmigo, yo no me meto contigo”. Para todos nosotros, sin embargo, puede ser evidente que dicho individualismo nos agota y entristece. b) El otro malestar es la primacía de la razón instrumental, eso quiere decir la asfixiante presencia de la racionalidad del mercado cuya única medida es la ley de costo-beneficio. Dicho criterio está bien para realizar las compras, pero cuando esto explica nuestras relaciones de amistad, amor o la misma relación profesor-alumno, entonces sabemos que algo se ha distorsionado. La racionalidad del mercado se vuelve más agobiante incluso, cuando las decisiones políticas son tomadas bajo ese único criterio. Entonces 200 familias no importan si son afectadas, mientras se beneficie a dos ciudades enteras. También puede ser evidente cuán distorsionada se ve a la política con este criterio de decisión. c) el tercer malestar es el desinterés político. Como corolario de los anteriores, a nadie le importa el compromiso político – el trabajo hacia el bien común – salvo, por supuesto, cuando ese compromiso político genera dividendos hacia el individuo. Lo que prima no es la política – en su más propio sentido – sino el interés personal. Pero el desinterés político tiene sus consecuencias pesadas, cuando nos damos cuenta que una ciudadanía desinteresada, que no fiscaliza, se hace víctima fácil de la corrupción, del populismo, del engaño y del fraude. Taylor, pues, nos muestra cuán débil es nuestra autenticidad que pretenda relacionarnos hacia un yo que es individual, subjetivista, mercantil y desinteresado políticamente.

sábado, 22 de noviembre de 2008

EL DECONSTRUCCIONISMO DE RENE DESCARTES

Richard Antonio Orozco C.


Nacido en La Haye en Touraine (una comuna francesa que ahora se llama Descartes), murió en Estocolmo, Suecia, víctima de una neumonía. Su familia era muy próspera y se contaban entre ellos a comerciantes, abogados y médicos. Esa buena posición de la que gozó le permitió disfrutar de una educación privilegiada. De adolescente conoció a los escritores clásicos – Cicerón, Horacio, Virgilio, Píndaro, Homero -, ya de joven, la filosofía aristotélica y las interpretaciones de los jesuitas – Suarez, Toledo, Vitoria -. Sus conocimientos de física y matemática fueron nada despreciables; muy por el contrario, su cercanía a Isaac Beeckman, físico renombrado de su época, estímulo su interés por las ciencias exactas alcanzando logros tan significativos como: la simplificación de la notación algebraica, la creación de la geometría analítica, el sistema de coordenadas cartesianas, entre otros. Sus campos de investigación fueron, pues, tan extensos, cubriendo así de forma rigurosa tanto la química, la psicología, la astronomía, la óptica y, por supuesto, la filosofía.


En la filosofía, su proyecto ha sido definido como fundacionalismo. Queriendo decir con esto que su principal preocupación fue alcanzar los fundamentos sólidos de la ciencia y el saber. Quizá una preocupación heredada de su interés científico. Para desarrollar su fundacionalismo, se exigió primero y antes que nada deconstruir todo el edificio del saber.[1] Esto significaba una revisión pormenorizada de la exactitud y el grado de certeza con que cuenta cada sección de la ciencia hasta entonces alcanzada. A manera de ladrillos que se retiran al desarmar un muro, limpiando cada uno de ellos, así el edificio del saber fue deconstruido. ¿Qué le iba a permitir tal empeño? Encontrar los fundamentos, si es que existía tal cosa, de la ciencia y el saber. Al desmoronar todo el edificio del saber, no destruyéndolo ni desintegrándolo sino más bien deconstruyéndolo, Descartes verificaba el grado de certeza y exactitud que poseían cada ladrillo retirado. Se trataba de reconocer si alguno puede servir como auténtico fundamento o base del saber y la ciencia.


Para realizar dicho proyecto, Descartes reconoce la necesidad de un método que le permita alcanzar su objetivo. Con un método, la filosofía deja de caminar a tientas y se acerca, más bien, al seguro camino de la ciencia. ¿Pero qué método podría permitirle deconstruir y al mismo tiempo buscar los fundamentos inamovibles del saber? Con el elevado ingenio que lo caracterizó, Descartes encuentra que es la duda metódica la forma más adecuada de buscar sistémicamente. La duda actúa así a manera de un filtro. Si algo presenta una posibilidad de duda, por mínima que sea, no puede encontrar pase por el ojo de la duda. Así, este método asegura que aquel saber que traspasa tal estándar es porque realmente ha mostrado una solidez y una certeza inatacable (o nos asegura el reconocimiento de que no existe tal saber). Como puede observarse, pues, el método termina distinguiendo negativamente al fundamento: no lo define por lo que es, sino por lo que no es. No define al saber porque ha demostrado su solidez y certeza, sino porque la ha mostrado al enfrentarse a la duda.


Mostrar y demostrar, pues, no es lo mismo. Se demuestran las fórmulas matemáticas, que significa deducirlas desde sus axiomas primigenios; pero se muestran el sol o las estrellas. Para los medievales, no se podía demostrar el infinito de Dios o su eternidad, pero sí se podía mostrar esos atributos divinos. Descartes usa esa misma estrategia medieval para mostrarnos al fundamento absoluto de la ciencia y el saber.


Sin embargo, la exigencia que Descartes imprime al método llega al paroxismo. Si la duda debe mostrar al auténtico saber que será el fundamento primario de la ciencia, entonces tal duda no puede conformarse con ser real, sino que incluso debe ser planteada hipotéticamente. ¿Cómo entender esto? Entendiendo a Descartes diríamos que en ningún mundo posible pueda plantearse ninguna duda a tal saber. Con tal grado de exigencia inicia Descartes dicho proceso que hemos llamado deconstructivo.


El camino ya lo tenemos dibujado en la Meditaciones Metafísicas con el toque de minuciosidad que lo caracterizó. Primero pasaron por el ojo de la duda las teorías que durante años había recibido a lo largo de todos sus estudios; luego la experiencia; más adelante los sentidos; siguió el estado de vigilia y finalmente la lógica y las matemáticas. Para estas últimas tuvo que emplear justamente una duda hipotética, pues no había forma de dudar de ambas. Nuevamente Descartes dio muestra de un ingenio inigualable y diseñó la duda más inverosímil, tanto que hasta tilda con lo ridículo: el genio maligno. La posibilidad de que quien gobierna al mundo fuese, no el bondadoso Dios de los creyentes amante de la verdad, sino un genio maligno y burlón que se carcajea viéndonos en el error. Si este fuera el caso, incluso la lógica y la matemática bien podrían ser un vil engaño.


De esta forma, Descartes nos muestra cuál es el fundamento de la ciencia y el saber, pues a pesar de todas sus exigencia un único saber logra traspasar ese filtro extremo: la certeza de nuestra existencia, Ego cogito ergo sum. De aquello de lo cual nunca nos es posible dudar, pues en el mismo instante en que dudo de mi existencia, la reafirmo (pues soy yo quien duda). Este saber indubitable era para Descartes, no otro sino: la existencia de nuestra alma (en términos actuales diríamos mente). Así la deconstrucción ha cumplido su propósito: ha mostrado cuál es el saber que sirve como fundamento sólido de la casa del conocimiento que llamamos ciencia.


[1] No pretendo confundir el proyecto de Descartes con el método filo-lingüístico ideado por Jacques Derridá en el siglo XX. Es evidente el anacronismo que tal tarea conlleva. Yo uso el concepto de deconstrucción solo metafóricamente, tal y como se explica en el texto, sólo para alejar al proyecto cartesiano de una pretención que le fue ajena: la destrucción de la ciencia. Deconstrucción permite, pues, desarmar sin destruir.