sábado, 22 de noviembre de 2008

EL DECONSTRUCCIONISMO DE RENE DESCARTES

Richard Antonio Orozco C.


Nacido en La Haye en Touraine (una comuna francesa que ahora se llama Descartes), murió en Estocolmo, Suecia, víctima de una neumonía. Su familia era muy próspera y se contaban entre ellos a comerciantes, abogados y médicos. Esa buena posición de la que gozó le permitió disfrutar de una educación privilegiada. De adolescente conoció a los escritores clásicos – Cicerón, Horacio, Virgilio, Píndaro, Homero -, ya de joven, la filosofía aristotélica y las interpretaciones de los jesuitas – Suarez, Toledo, Vitoria -. Sus conocimientos de física y matemática fueron nada despreciables; muy por el contrario, su cercanía a Isaac Beeckman, físico renombrado de su época, estímulo su interés por las ciencias exactas alcanzando logros tan significativos como: la simplificación de la notación algebraica, la creación de la geometría analítica, el sistema de coordenadas cartesianas, entre otros. Sus campos de investigación fueron, pues, tan extensos, cubriendo así de forma rigurosa tanto la química, la psicología, la astronomía, la óptica y, por supuesto, la filosofía.


En la filosofía, su proyecto ha sido definido como fundacionalismo. Queriendo decir con esto que su principal preocupación fue alcanzar los fundamentos sólidos de la ciencia y el saber. Quizá una preocupación heredada de su interés científico. Para desarrollar su fundacionalismo, se exigió primero y antes que nada deconstruir todo el edificio del saber.[1] Esto significaba una revisión pormenorizada de la exactitud y el grado de certeza con que cuenta cada sección de la ciencia hasta entonces alcanzada. A manera de ladrillos que se retiran al desarmar un muro, limpiando cada uno de ellos, así el edificio del saber fue deconstruido. ¿Qué le iba a permitir tal empeño? Encontrar los fundamentos, si es que existía tal cosa, de la ciencia y el saber. Al desmoronar todo el edificio del saber, no destruyéndolo ni desintegrándolo sino más bien deconstruyéndolo, Descartes verificaba el grado de certeza y exactitud que poseían cada ladrillo retirado. Se trataba de reconocer si alguno puede servir como auténtico fundamento o base del saber y la ciencia.


Para realizar dicho proyecto, Descartes reconoce la necesidad de un método que le permita alcanzar su objetivo. Con un método, la filosofía deja de caminar a tientas y se acerca, más bien, al seguro camino de la ciencia. ¿Pero qué método podría permitirle deconstruir y al mismo tiempo buscar los fundamentos inamovibles del saber? Con el elevado ingenio que lo caracterizó, Descartes encuentra que es la duda metódica la forma más adecuada de buscar sistémicamente. La duda actúa así a manera de un filtro. Si algo presenta una posibilidad de duda, por mínima que sea, no puede encontrar pase por el ojo de la duda. Así, este método asegura que aquel saber que traspasa tal estándar es porque realmente ha mostrado una solidez y una certeza inatacable (o nos asegura el reconocimiento de que no existe tal saber). Como puede observarse, pues, el método termina distinguiendo negativamente al fundamento: no lo define por lo que es, sino por lo que no es. No define al saber porque ha demostrado su solidez y certeza, sino porque la ha mostrado al enfrentarse a la duda.


Mostrar y demostrar, pues, no es lo mismo. Se demuestran las fórmulas matemáticas, que significa deducirlas desde sus axiomas primigenios; pero se muestran el sol o las estrellas. Para los medievales, no se podía demostrar el infinito de Dios o su eternidad, pero sí se podía mostrar esos atributos divinos. Descartes usa esa misma estrategia medieval para mostrarnos al fundamento absoluto de la ciencia y el saber.


Sin embargo, la exigencia que Descartes imprime al método llega al paroxismo. Si la duda debe mostrar al auténtico saber que será el fundamento primario de la ciencia, entonces tal duda no puede conformarse con ser real, sino que incluso debe ser planteada hipotéticamente. ¿Cómo entender esto? Entendiendo a Descartes diríamos que en ningún mundo posible pueda plantearse ninguna duda a tal saber. Con tal grado de exigencia inicia Descartes dicho proceso que hemos llamado deconstructivo.


El camino ya lo tenemos dibujado en la Meditaciones Metafísicas con el toque de minuciosidad que lo caracterizó. Primero pasaron por el ojo de la duda las teorías que durante años había recibido a lo largo de todos sus estudios; luego la experiencia; más adelante los sentidos; siguió el estado de vigilia y finalmente la lógica y las matemáticas. Para estas últimas tuvo que emplear justamente una duda hipotética, pues no había forma de dudar de ambas. Nuevamente Descartes dio muestra de un ingenio inigualable y diseñó la duda más inverosímil, tanto que hasta tilda con lo ridículo: el genio maligno. La posibilidad de que quien gobierna al mundo fuese, no el bondadoso Dios de los creyentes amante de la verdad, sino un genio maligno y burlón que se carcajea viéndonos en el error. Si este fuera el caso, incluso la lógica y la matemática bien podrían ser un vil engaño.


De esta forma, Descartes nos muestra cuál es el fundamento de la ciencia y el saber, pues a pesar de todas sus exigencia un único saber logra traspasar ese filtro extremo: la certeza de nuestra existencia, Ego cogito ergo sum. De aquello de lo cual nunca nos es posible dudar, pues en el mismo instante en que dudo de mi existencia, la reafirmo (pues soy yo quien duda). Este saber indubitable era para Descartes, no otro sino: la existencia de nuestra alma (en términos actuales diríamos mente). Así la deconstrucción ha cumplido su propósito: ha mostrado cuál es el saber que sirve como fundamento sólido de la casa del conocimiento que llamamos ciencia.


[1] No pretendo confundir el proyecto de Descartes con el método filo-lingüístico ideado por Jacques Derridá en el siglo XX. Es evidente el anacronismo que tal tarea conlleva. Yo uso el concepto de deconstrucción solo metafóricamente, tal y como se explica en el texto, sólo para alejar al proyecto cartesiano de una pretención que le fue ajena: la destrucción de la ciencia. Deconstrucción permite, pues, desarmar sin destruir.


domingo, 20 de julio de 2008

¿QUÉ ES EL PRAGMATISMO?



Richard Antonio Orozco C.




Muchas veces he escuchado usar el adjetivo 'pragmático' como sinónimo de 'ejecutor', 'anti-intelectual', 'irreflexivo', 'práctico', etc. Otras veces -con mayor soltura- han querido decir 'calculador', 'mercantil', 'que no pierde tiempo', etc. Algunos asocian el concepto a 'mala política' -en el sentido moral- pero otros lo ven como 'una mirada fríamente eficiente'. Es innegable que 'pragmático', por uso, ha asumido el derecho a significar todas esas expresiones. Pero entonces, hay que cuidarse de identificar 'pragmático' a 'pragmatista', pues este último adjetivo ya no quiere significar todas esas primeras expresiones. Ambas palabras provienen de una misma raíz, lo que hace pensar que puedan significar lo mismo. En un sentido - y con sumo cuidado - sí se pueden utilizar indistintamente, pero aquí ambos conceptos solo quieren expresar una tendencia del pensamiento que encuentra el origen y la fuente de la reflexión en la acción; es decir, que define los criterios e ideales para la acción en la misma práctica evitando así hacer uso de instancias supra-naturales. En otras palabras, es la historia misma del hombre -con sus circunstancias y contingencias, con sus posibilidades y resistencias- la que define lo que es bueno, verdadero, apropiado y correcto.
No faltará quien se escandalice por lo que acabo de decir y se pregunte: ¿cómo puede la práctica generar ella misma sus propios criterios de corrección? La tendencia del pensamiento que Platón inauguró proponé más bien reconocer independencia al mundo de los ideales, de manera que estos reclamen su derecho de guía. Se piensa, entonces, que los criterios que nacen de la misma práctica flaquean por una circularidad que los fundamenta. Sin embargo, con algunos ejemplos quiero mostrar cuán presente está la tendencia pragmatista en nuestra forma de pensar.
En la educación, por ejemplo, se asume la necesidad de partir de la experiencia del niño para ser eficaces en la consecución de nuestros objetivos como maestros. En Antropología, de igual forma, hoy se niega validez a toda interpretación que pretenda ser objetivante y ajeno a la cultura misma que se investiga. En Teología, hablamos cada vez más de la necesidad de reconocer a un Dios cercano, presente y 'peregrino' con su pueblo. En la vida religiosa, los consejos evangélicos se comprenden hoy desde la experiencia personal del religioso y no desde una objetividad impersonal. En la vida matrimonial, la fidelidad cobra un sentido más concreto hoy porque se la ve desde el 'día a día' en lugar de verla desde la promesa objetiva del 'para siempre'. Por último, en el Derecho, se enfatiza más el procedimiento y los objetivos concretos de la sociedad para reconocer la validez de las normas, en lugar de la naturaleza o el Bien Supremo.
Con todos estos ejemplos no quiero afirmar que 'si todos lo hacen, es válido'; sino que, si hay cada vez más muestras de una tendencia pragmatista en nuestras sociedad modernas, entonces hay menos razón para que alguien se escandalice. Y si son cada vez más numerosas las muestras, entonces, por un simple principio de confianza -todos no pueden equivocarse juntos- basta para escuchar cuál es el fundamento de esta tendencia del pensamiento que llamamos pragmatismo; aunque baste decir como resumen que, justamente, lo que hace el pragmatismo es descubrir que no hay más fundamentos que la práctica misma. Revisemos, pues, los orígenes de esta tendencia en la Filosofía; Remontémonos hasta las décadas postreras del siglo XIX y a las primeras décadas del siglo XX. Nos encontraremos allí con tres autores conocidos como los representantes del pragmatismo clásico: Charles Sanders Peirce, William James y John Dewey. Veamos, así, rápidamente como el aporte de cada uno de ellos fue forjando esta forma de pensar que llamamos pragmatismo.
William James dijo que el pragmatismo es un método que sirve para resolver problemas metafísicos que de otro modo quedarían insolubles.1 La sencillez de su respuesta ha supuesto un rango de posibilidades tan amplio que en él se han albergado un variopinto mosaico de autores con afinidades no siempre conciliables. Así pues, entre los pragmatistas encontramos kantianos y anti-kantianos, creyentes y ateos, de izquierda y de derecha, continentales y analiticos, etc. Por esa razón, el propio James comparó al pragmatismo como el pasillo de un hotel que conecta numerosas habitaciones; en cada una de ellas encontraríamos o a un kantiano, a un creyente, a un metafísico o a un científico. Evidentemente, tanto la definición de James como su metáfora nos dejan en una encrucijada difícil de superar. Así planteado, el pragmatismo parece conjugar más con un eclecticismo comodón que con un tendencia seria del pensamiento. La pregunta, pues, que se hace urgente responder es '¿qué es el pragmatismo?'.
Vuelvo a la indicación de James de ver al pragmatismo como un método. Según nuestro autor, preguntas como: ¿soy libre o es una ilución?, ¿existe el absoluto o no?, ¿el universo es uno o multiple?, etc., son preguntas insolubles a menos que sean presentadas desde el método pragmatista. Entonces, ¿qué es lo peculiar del método? Aquí es donde los tres conocidos pragmatistas clásicos difieren, no porque se contradigan, quizá más bien porque se complementan. Para Peirce, esas preguntas deben plantearse desde el plano práctico del lenguaje; allí donde los significados de los conceptos asumen verdaderamente alguna realidad. Si un concepto significa aquellas cuestiones prácticas por él implicadas y nada más, entonces la libertad, el absoluto o la unidad del universo deben ser analizadas desde las cuestiones prácticas que tales conceptos implican. En el plano práctico, Peirce reconoció algunas características en el proceso mismo de desarrollo de los conceptos que bien sirven para definir su pragmatismo. En primer lugar, que los conceptos son un producto intersubjetivo. La ciencia misma -la creadora de conceptos y conocimientos- no era, para Peirce, el trabajo individual de un experimentador sino el trabajo realizado por una comunidad de investigadores. Es decir, aquello que la ciencia puede lograr siempre será el logro de una comunidad y no de los individuos aislados. Segundo, que los logros de la ciencia, en sus diferentes disciplinas, siempre asumen un caracter falible; es decir, que ningún logro es definitivo, ningún concepto y ningún conocimiento es cerrado y completo; siempre pueden ser mejorables. Tercero, que entonces la verdad -el estado ideal de los conceptos y conocimientos- es siempre el logro final de una comunidad ideal de investigadores. Así pues, comunidad, falibilismo y finalidad son los aditivos específicos del pragmatismo en Peirce. Asumiendo esto, James realizó, sin embargo, un giro hacia el plano psicológico, pues lo práctico tiene que ver con el mundo vital de alguien en concreto. Para James, solucionar los problemas del lenguaje es un primer paso, pero no el único. El ser humano queda enfrentado a interrogantes que exigen solución urgente porque son vitales. De esta forma, es insoslayable tomar partido y debe hacerse sin fundamentos últimos, pues ya desde Kant está planteado que para ese tipo de interrogantes - la libertad, el absolutos o la unidad del universo- los fundamentos últimos están fuera del alcance de nuestra razón. En otras palabras, nadie puede lograr por el solo uso de su razón afirmar su libertad, la existencia del absoluto o la unidad del universo. La respuesta de James siguió la misma tónica del planteamiento en Kant: ante la imposibilidad de alcanzar fundamentos últimos, y ante la imposibilidad de soslayar la interrogante, solo queda tomar la decisión bajo criterios vitales (prácticos). Así el pragmatismo en James pasó a ser una especie de voluntarismo, cuyo aspecto resaltable fue el reconocimiento que hizo de la ausencia total de fundamentos últimos, no solo para cada una de esas cuestiones apremiantes y existenciales, sino que también extrapoló desde tal plano una explicación voluntarista de todas nuestras creencias. Sin embargo, tal voluntarismo fue también la causa de las mayores incomprensiones y objeciones a las que ha sido expuesto el pragmatismo durante todo el siglo XX. Qué distinto hubiese sido si los críticos al pragmatismo se hubiesen percatado primero que lo que James hacía era interpretar un aspecto no exclusivo de nuestra facultad de conocer y de creer: la acción de nuestra voluntad. Resalto lo que afirmé de ser un aspecto no exclusivo. Lo que James quería mostrar era cuán presente está nuestra voluntad en cada una de nuestras creencias y en cada uno de nuestros conocimientos; pero de ningún modo, eso significa que nuestra voluntad sea el único factor. Ese tipo de ingenuidades raya con lo infantil. Sería una forma de afirmar que todo lo puedo lograr con solo proponérmelo o que el mundo puede acomodarse a mi capricho. Indudablemente, esa no fue la afirmación de James. El énfasis de James estuvo dirigido no a resaltar el aspecto subjetivista de la concepción del mundo, sino que este era un paso para defender, en última instancia, la validez de la pluralidad en la concepción del mundo. Lo que James estaba logrando era reconocer la participación de nuestra voluntad en nuestra interpretación del mundo y, de esta forma, validaba tanto al creyente como al cientifico. Si el mundo fue creado o se originó por un big bang no tienen porque contradecirse. Serían dos explicaciones tan válidas ambas porque apelan a distintas dimensiones de un mundo que permite eso: pluralidad de interpretaciones. Así pues, la mirada de James no es monista, sino pluralista. Aunque su énfasis sea psicologista, en el fondo su preocupación primaria fue espiritual. Su pragmatismo, pues, no debe leerse exclusivamente en La voluntad de creer sino que debe complementarse con la lectura de Las variedades de la experiencia religiosa. Pluralismo puede ser el nombre que mejor se acomode al objetivo de lo que James quizo lograr con el pragmatismo.
No obstante, desde mi modesta opinión, el pragmatismo logra su más alto desarrollo en la obra de John Dewey. La mirada comunitaria de Peirce y la mirada psicologista de James quedan asumidas -reunidas- por Dewey quien reconoció, a partir de allí, una teoría del conocimiento con hondas repercusiones sociales.