Nacido en La Haye en Touraine (una comuna francesa que ahora se llama Descartes), murió en Estocolmo, Suecia, víctima de una neumonía. Su familia era muy próspera y se contaban entre ellos a comerciantes, abogados y médicos. Esa buena posición de la que gozó le permitió disfrutar de una educación privilegiada. De adolescente conoció a los escritores clásicos – Cicerón, Horacio, Virgilio, Píndaro, Homero -, ya de joven, la filosofía aristotélica y las interpretaciones de los jesuitas – Suarez, Toledo, Vitoria -. Sus conocimientos de física y matemática fueron nada despreciables; muy por el contrario, su cercanía a Isaac Beeckman, físico renombrado de su época, estímulo su interés por las ciencias exactas alcanzando logros tan significativos como: la simplificación de la notación algebraica, la creación de la geometría analítica, el sistema de coordenadas cartesianas, entre otros. Sus campos de investigación fueron, pues, tan extensos, cubriendo así de forma rigurosa tanto la química, la psicología, la astronomía, la óptica y, por supuesto, la filosofía.
En la filosofía, su proyecto ha sido definido como fundacionalismo. Queriendo decir con esto que su principal preocupación fue alcanzar los fundamentos sólidos de la ciencia y el saber. Quizá una preocupación heredada de su interés científico. Para desarrollar su fundacionalismo, se exigió primero y antes que nada deconstruir todo el edificio del saber.[1] Esto significaba una revisión pormenorizada de la exactitud y el grado de certeza con que cuenta cada sección de la ciencia hasta entonces alcanzada. A manera de ladrillos que se retiran al desarmar un muro, limpiando cada uno de ellos, así el edificio del saber fue deconstruido. ¿Qué le iba a permitir tal empeño? Encontrar los fundamentos, si es que existía tal cosa, de la ciencia y el saber. Al desmoronar todo el edificio del saber, no destruyéndolo ni desintegrándolo sino más bien deconstruyéndolo, Descartes verificaba el grado de certeza y exactitud que poseían cada ladrillo retirado. Se trataba de reconocer si alguno puede servir como auténtico fundamento o base del saber y la ciencia.
Para realizar dicho proyecto, Descartes reconoce la necesidad de un método que le permita alcanzar su objetivo. Con un método, la filosofía deja de caminar a tientas y se acerca, más bien, al seguro camino de la ciencia. ¿Pero qué método podría permitirle deconstruir y al mismo tiempo buscar los fundamentos inamovibles del saber? Con el elevado ingenio que lo caracterizó, Descartes encuentra que es la duda metódica la forma más adecuada de buscar sistémicamente. La duda actúa así a manera de un filtro. Si algo presenta una posibilidad de duda, por mínima que sea, no puede encontrar pase por el ojo de la duda. Así, este método asegura que aquel saber que traspasa tal estándar es porque realmente ha mostrado una solidez y una certeza inatacable (o nos asegura el reconocimiento de que no existe tal saber). Como puede observarse, pues, el método termina distinguiendo negativamente al fundamento: no lo define por lo que es, sino por lo que no es. No define al saber porque ha demostrado su solidez y certeza, sino porque la ha mostrado al enfrentarse a la duda.
Mostrar y demostrar, pues, no es lo mismo. Se demuestran las fórmulas matemáticas, que significa deducirlas desde sus axiomas primigenios; pero se muestran el sol o las estrellas. Para los medievales, no se podía demostrar el infinito de Dios o su eternidad, pero sí se podía mostrar esos atributos divinos. Descartes usa esa misma estrategia medieval para mostrarnos al fundamento absoluto de la ciencia y el saber.
Sin embargo, la exigencia que Descartes imprime al método llega al paroxismo. Si la duda debe mostrar al auténtico saber que será el fundamento primario de la ciencia, entonces tal duda no puede conformarse con ser real, sino que incluso debe ser planteada hipotéticamente. ¿Cómo entender esto? Entendiendo a Descartes diríamos que en ningún mundo posible pueda plantearse ninguna duda a tal saber. Con tal grado de exigencia inicia Descartes dicho proceso que hemos llamado deconstructivo.
El camino ya lo tenemos dibujado en la Meditaciones Metafísicas con el toque de minuciosidad que lo caracterizó. Primero pasaron por el ojo de la duda las teorías que durante años había recibido a lo largo de todos sus estudios; luego la experiencia; más adelante los sentidos; siguió el estado de vigilia y finalmente la lógica y las matemáticas. Para estas últimas tuvo que emplear justamente una duda hipotética, pues no había forma de dudar de ambas. Nuevamente Descartes dio muestra de un ingenio inigualable y diseñó la duda más inverosímil, tanto que hasta tilda con lo ridículo: el genio maligno. La posibilidad de que quien gobierna al mundo fuese, no el bondadoso Dios de los creyentes amante de la verdad, sino un genio maligno y burlón que se carcajea viéndonos en el error. Si este fuera el caso, incluso la lógica y la matemática bien podrían ser un vil engaño.
De esta forma, Descartes nos muestra cuál es el fundamento de la ciencia y el saber, pues a pesar de todas sus exigencia un único saber logra traspasar ese filtro extremo: la certeza de nuestra existencia, Ego cogito ergo sum. De aquello de lo cual nunca nos es posible dudar, pues en el mismo instante en que dudo de mi existencia, la reafirmo (pues soy yo quien duda). Este saber indubitable era para Descartes, no otro sino: la existencia de nuestra alma (en términos actuales diríamos mente). Así la deconstrucción ha cumplido su propósito: ha mostrado cuál es el saber que sirve como fundamento sólido de la casa del conocimiento que llamamos ciencia.
[1] No pretendo confundir el proyecto de Descartes con el método filo-lingüístico ideado por Jacques Derridá en el siglo XX. Es evidente el anacronismo que tal tarea conlleva. Yo uso el concepto de deconstrucción solo metafóricamente, tal y como se explica en el texto, sólo para alejar al proyecto cartesiano de una pretención que le fue ajena: la destrucción de la ciencia. Deconstrucción permite, pues, desarmar sin destruir.