miércoles, 25 de noviembre de 2009

CORRIDA DE TOROS ¿CIVILIZACIÓN O BARBARIE?




Comparto aquí una entrevista que me hizo la redacción de Punto Edu respecto al tema de Derecho de los animales y respecto a la corrida de toros. El link de la entrevista es el siguiente:




La tradicional Feria del Señor de los Milagros, que se realiza en Lima todos los años en octubre y noviembre, pone sobre la mesa un debate recurrente: ¿son las corridas de toros manifestación de barbarie o de civilización? Antonio Orozco, profesor de la Maestría en Desarrollo Ambiental de la Universidad, nos cuenta sobre la historia de este debate y sus implicancias.


¿Contra qué protestan quienes no están de acuerdo con las corridas de toros?Contra la crueldad sin sentido, contra el aumento de dolor en nuestra sociedad y contra la pérdida de sensibilidad.


Para muchos no es una práctica cruel sino una tradición tan respetable como cualquier otra. ¿Qué decirles a aquellas personas?

Que las tradiciones no pueden solidificarse a tal punto de estar exentas de la crítica. Las corridas de toros tienen un punto de partida ajeno al mundo contemporáneo. Su origen está estrechamente relacionado con una tradición de la modernidad que se remite al siglo XVII, siglo XVI, que separó tajantemente a la naturaleza del hombre. Una cosa era el mundo del hombre y otro el de la naturaleza. La separación llevó a que surgieran este tipo de espectáculos en los que se intenta enfrentar a estos dos mundos con el fin de demostrar la supremacía del hombre. Esta conciencia dualista es algo que ha querido ser superado durante todo el siglo XX; el movimiento ecológico es una muestra de ello.


Teniendo en cuenta, entonces, que el centro de la protesta contra las corridas de toros es la crueldad, no habría problema con comerse un buen bistec luego de ir a manifestarse…

Ese es un apunte importante. Peter Singer, el principal propulsor del "movimiento de liberación animal", es también uno de los principales impulsadores del vegetarianismo. Su prédica se denomina "antiespecieismo", que es equivalente al antirracismo pero referido a todas las especies: no hay un argumento sólido para sostener la supremacía de la especie humana.


¿Cuándo surge el derecho de los animales?

Jeremy Bentham, un filósofo inglés, presentó en el siglo XVIII la primera versión de lo que hoy conocemos como derecho de los animales. Su argumento es que si los hombres, más allá de sus diferencias, tienen los mismos derechos, se le deben reconocer también derechos a los animales. El movimiento filosófico en donde surge esta conciencia es el utilitarismo, que postula que todo ser capaz de sentir dolor es sujeto de derecho.


¿Cuándo se hizo la primera declaración de los derechos de los animales?

Según recuerdo, la primera fue en 1822 en Inglaterra y se refería especialmente a la prohibición de actos crueles contra animales domésticos. Sin embargo, el principal objetivo de la medida era proteger a los hombres: no exponerlos a actos de crueldad. Hay que recordar que se trata del siglo XIX, a la salida de la Ilustración, que es básicamente un proyecto de defensa del ser humano. Ya en el siglo XX, aparece Peter Singer, un australiano que en 1975 publica Liberación animal. Según él, este reclamo se funda en los mismos argumentos que la liberación femenina y la lucha contra el racismo. Su pensamiento se inscribe en la corriente utilitarista, pues sostiene que la capacidad de sentir dolor es la que otorga derechos. Además, están quienes defienden una ecología humanista: ellos protegen a los animales pero no como si fueran iguales a los hombres. En Singer es clara la propuesta de igualdad entre las especies, de ahí parte la necesidad de reconocer derechos.


¿Contra qué práctica concreta lucha este movimiento?

Singer, quien además de teórico fue un gran activista, hablaba de estas grandes factorías en las que se criaba a los animales en terribles condiciones para luego matarlos. Otra práctica contra la que se lucha es la experimentación científica con animales.


El desarrollo de la ciencia no es nada bueno con los animales…

Así es. Por ello estos movimientos son propios de nuestra época.


Entrevista: Pablo TorrejónFoto: Franz Krajnic

sábado, 21 de noviembre de 2009

JOHN DEWEY: TEORÍA DE LA VALORACIÓN


El valor, como todo en esta vida humana, se hace.
En un famoso pasaje del Pragmatismo, William James sentencia la que bien podría ser reconocida como el slogan del pragmatismo: “la huella de la serpiente humana está por todas partes”[1]. Es interesante que tal conclusión aparezca luego de indagar el carácter propio de la verdad. Esta ha sido generalmente tratada como ajena a las vicisitudes humanas y James discute y niega tal tesis. Por el contrario, redescubre en la verdad sus aspectos más existenciales para terminar reconociendo que estos agotan todo lo que ella es. Así, concluye equiparando a la verdad con la salud y la riqueza: la verdad, al igual que aquellos, se hace, se logra, acontece.
John Dewey, en mi opinión, ha seguido en su Teoría de la valoración la misma perspectiva de análisis hasta alcanzar la misma conclusión: el valor se hace, no aparece ex nihilo, no es ajeno a la existencia humana, supone una actividad o mejor un orden de actividades determinadas en función de satisfacer una necesidad, vencer una dificultad o subsanar un desperfecto de nuestra existencia. Así, pues, para Dewey, tanto la verdad como el bien y el valor poseen un carácter instrumental cuya única razón de ser estriba en su capacidad para enriquecer cualitativamente la experiencia humana. También en la valoración se descubre la huella de la serpiente humana.
Sin embargo, afirmaciones de tal naturaleza no pueden quedar exentas de malos entendidos, ni suponen un asentimiento espontáneo. Todo lo contrario, hace falta una explicación detenida para no terminar confundiendo al pragmatismo con una forma de positivismo el cual, tras un monismo epistemológico, pretendió definir los ámbitos sociales, morales y axiológicos siguiendo el modelo de las ciencias naturales. El posible encuentro entre el pragmatismo y el positivismo debe ser aclarado pues, a primera vista, la definición instrumentalista del valor, del bien y de la verdad parece justificar suficientemente tal identificación. Como en este seminario el tema es la Teoría de la valoración solo me detendré a revisar si la instrumentalización del valor que Dewey defiende puede ser entendida como una forma de positivismo. Mi respuesta de antemano es que tal tesis es errónea, pues la estrategia argumentativa que Dewey emplea no es mostrar que las ciencias físicas sean el modelo que nos permita explicar nuestras valoraciones, sino al revés. Así como nuestra acción de valorar, en el sentido en que Dewey la reconoce, es una serie de actividades que sopesan la utilidad de una consecuencia para dirigir el comportamiento frente a un estado de cosas que resulta inconveniente, de la misma forma las ciencias que pretenden una explicación de la naturaleza no buscan la representación fotográfica de ella sino satisfacer una serie de demandas existenciales con una mirada comprensiva y evaluativa, de manera tal que se elija el mejor modo de acción; donde mejor se define por criterios situacionales. Me imagino que puede parecer forzada mi interpretación, pero intentaré aclararla a lo largo de mi escrito. Comienzo primero presentando las tesis centrales de la Teoría de la valoración para luego, en un segundo acápite, presentar a la actividad artística como el modelo general de la racionalidad.

El problema central planteado en la Teoría de la valoración es, en palabras del propio Dewey, si “existen proposiciones genuinas sobre la dirección de los asuntos humanos”.
[2] Por ‘genuinas’ Dewey entiende proposiciones que enuncian algo, afirman o niegan, y que pueden ser respaldadas por evidencias experimentales. En otras palabras, la cuestión que perturba a Dewey es si existe una diferencia esencial entre nuestros enunciados de hechos y nuestros juicios de valor; esto es lo mismo que preguntar si se justifica suficientemente el anti-realismo moral. Dewey reconoce que esta tendencia filosófica, la que niega carácter proposicional al valor, es más bien históricamente novedosa, pues aparece en la cultura occidental solo después que cayó en desprestigio la explicación teleológica-religiosa del mundo, allá por los siglos XVI y XVII.
Aunque él no los menciona (pero sí los cita) las principales voces representantes de dicha tendencia anti-realista en el contexto de la filosofía estadounidense a comienzos del siglo XX fueron George Santayana, A. J. Ayer y Ralph Barton Perry. Dewey toma distancia de estas tres propuestas pues reconoce que estas habrían confundido más que aclarado los términos del problema. Santayana habría identificado los valores con los impulsos vitales. Con la pretensión de ampliar el ámbito en el que se discute el tema de la racionalidad, este autor habría estudiado el rol que ejercen nuestros impulsos vitales en nuestras valoraciones. Dewey asentiría con facilidad tal objetivo, pero de allí un paso hacia la identificación de ambas actividades le parece tan inadmisible como identificar al árbol de la semilla dando como razón que aquel surge de esta. Ayer, en cambio, habría defendido el más extremo anti-realismo moral pues caracterizó a la valoración como una interjección. Así, pues, estos – los valores – no dirían nada distinto de lo que pudiera decir un gesto, un tono de voz o un llanto. Más exactamente, estos no dicen nada, solo muestran nuestras emociones. R. B. Perry ocupa un lugar especial en esta lista. Para cuando Dewey escribe su Teoría de la valoración (1938), la Teoría general del valor (1926) de Perry ya era considerado una opinión ineludible en ese campo. Lo que en este libro se defiende es que el valor es simplemente un interés del individuo. Dewey acepta que el interés es una factor sine qua non de la valoración, pero esta no se reduce a aquel. El error que subyace a la propuesta de Perry es haberse encaminado a través de la controversia metafísica entro lo subjetivo y lo objetivo. Quizá la confusión más común en este tema y de la que, según Dewey, más debiéramos cuidarnos.
Es en este panorama en el que Dewey debe mostrar su opinión tomando especial cuidado de los aspectos que él mismo ha reconocido como perturbadores. Estos son básicamente tres: la ya mencionada distinción metafísica entre subjetivo y objetivo; la dicotomía epistemológica entre el idealismo y el realismo; y por último, la psicología de corte mentalista. De esta forma, como yo observo la estrategia argumentativa que Dewey ha seguido, esta ha quedado definida por tres exigencias que él se impone y que le permiten justamente el cuidado necesario para no tropezar con tales aspectos perturbadores. Estas exigencias serían, en primer lugar, atenerse lo más ajustadamente posible a los hechos y a la experiencia. Toda su formación de psicólogo y pedagogo le permiten a él tomar distancia de la que en muchos pasajes llama una ‘dialéctica de conceptos’. En el tema de la valoración, no se puede llegar al quid del asunto si no es a partir de una psicología experimental; es decir, desde el análisis orgánico de los comportamientos con todas sus características situacionales implicadas. En segundo lugar, para eludir decididamente la discusión metafísica, Dewey se impone no tratar el tema desde ‘el valor’ o ‘los valores’, sino desde ‘la valoración’; es decir, desde la actividad, desde el fenómeno social, asumiéndolo como un modo de comportamiento observable e identificable que nos permite rigurosidad en el examen de los hechos empíricos efectivos. Con esta exigencia, además, Dewey toma postura en una de las controversias presentadas al comienzo del ensayo debido a que value (inglés) es usado tanto como verbo y como sustantivo. La controversia aparece cuando nos preguntamos cuál de estos dos usos es el primario. Dewey no responde de inmediato a la pregunta, pero durante todo el texto su análisis está centrado en la actividad (valoración) así como en el doble significado del verbo ‘valorar’ (apreciar y evaluar) con lo que, a mi modo de ver, se muestra con transparencia cuál es su respuesta a la controversia. En tercer lugar, y solo a modo de comentario general sin pretender extraer ninguna conclusión particular, el argumento de Dewey asume la estructura clásica con la que Tomás de Aquino presentaba la Questio, es decir, respondiendo objeciones. Así pues, a lo largo de todo el texto, Dewey va deshaciendo las tesis contrarias, mostrando sus insuficiencias y la estrechez de miras, sino el absurdo que guardan
[3]. Con estas consideraciones previas paso ahora a mostrar sintéticamente las discusiones que Dewey planteó a las propuestas que nosotros calificaríamos de anti-realistas morales.
Básicamente son cinco las formas del anti-realismo de las que Dewey se ocupó, propuestas para las que la valoración no conlleva proposiciones. Estas cinco aparecen cuando la valoración es entendida como a) interjección, b) deseo, c) evaluación, d) encuentro de algo intrínseco, y d) descubrimiento de un fin-en-sí-mismo.
a) Caracterizar la valoración como una interjección le parece a Dewey la más extrema de las tendencias que nosotros definimos como anti-realistas morales; también por eso mismo, por su extremismo, es la propuesta que menos análisis resiste. Dewey enfrenta esta tesis con cuatro contraargumentos. En mi opinión, uno de ellos, el argumento lógico, casi impone una lápida la perspectiva que objeta. Según Dewey, si los juicios de valor no enuncian algo, ni son susceptibles de ser calificados como verdaderos o falsos, si estos son solo signos de un estado de ánimo; entonces, estamos condenados a un silencio prudente en cuestiones sobre valoraciones. Toda discusión resulta siendo absurda, pues las oraciones que no enuncian algo no pueden nunca ser incompatibles. Los otros tres contraargumentos terminan por descalificar aun más tal propuesta. Así el segundo pretende resaltar el carácter comportamental orgánico de una interjección. Esta, como el gesto o el llanto, es parte de un estado de cosas mucho más amplio que incluye, por supuesto, una realidad que interpretamos como grata, placentera, horrenda, temible, asquerosa o pestilente. La interjección tiene sentido solo cuando es asumida dentro de este campo de visión amplia. El otro contraargumento es mostrar que la interjección es un fenómeno social, pues supone una transacción y una publicidad. Salvo el llanto del bebé que puede ser meramente instintivo (fisiológico-psicológico), todas nuestras interjecciones pretenden motivar en otro (u otros) una reacción. Si la valoración puede ser definida como una interjección, solo sería en este sentido. Por último, Dewey aclara que, en el trasfondo, esta propuesta tiene su origen en una ambigüedad en torno al significado de sentimiento. Producto de una psicología mentalista, a veces se suele pensar en los sentimientos y las emociones como algo meramente subjetivo. Pero la sola estructura dualista que subyace a tal presentación, nítidamente cartesiana, es ya seriamente puesta en duda por todos los filósofos contemporáneos que han asumido con radicalidad una comprensión integral y orgánica del ser humano y que reconocen más bien el perjuicio que trae consigo tales dualismos.

b) La segunda perspectiva a confrontar es la que identifica a la valoración con el deseo. Esta parte también, según Dewey, de la misma ambigüedad comentada que es creada por la psicología mentalista. Así, se piensa en el deseo como algo que existe independientemente de cualquier acción o se asume al deseo como algo unido intrínsecamente a un esfuerzo. El primero es propio de una actitud pueril. En verdad, el adulto pueril es el único modelo que pueden tomar en cuenta todas las teorías de la valoración que surjan de la psicología introspeccionista o de la dialéctica de conceptos, porque solo en él se cumple que pueda existir una interjección sin pretensiones sociales, o un deseo sin esfuerzo, o un interés sin cuidado, o una evaluación sin considerar el proceso, o un fin que no tome en cuenta los medios. Desear, pues, siempre está ligado a situaciones sociales y el interés supone una actitud personal y una transacción con el mundo. Como dice Dewey, si se tiene interés, uno se juega algo en el curso de los acontecimientos. En todo caso, sí acepta Dewey que el interés y el deseo son un punto de partida en la valoración, pero no agotan su significado.

c) Si entendemos la valoración como una evaluación, esta no nos remite a un estado final, sino a un estado intermedio. Evaluar algo no es considerar un hecho definitivo, sino que lleva en sí una utilidad, crea una norma de acción, plantea una forma de comportarse ante dicho objeto o estado de cosas. En verdad, dice Dewey, si existe una valoración (evaluación) que sea generalmente aceptada y que no parezca estar ligada a ninguna cadena de medios y fines, es solo porque su popularidad o costumbre nos esconde su origen; pero toda evaluación tiene sentido en un proceso mucho más amplio que exige considerar muchas características existenciales. La objeción que se le plantea a Dewey es que él está asumiendo a los objetos solo en tanto medios y no en tanto fines. Dewey responde afirmando que los fines nunca pueden ser considerados de forma ajena a los medios. Un fin es malo solo si sus medios no están al alcance, si sus medios demandan demasiados esfuerzos, si sus medios suponen poner en juego otros deseos aun más valiosos, etc., etc. Así pues, la deliberación, la indagación por lo que es bueno, es siempre un sopesar deseos alternativos tomando en consideración sus medios. Una proposición que dice algo sobre un fin está justificada, tiene sentido, solo si se han evaluado sus medios, y es también en ese campo, en el de sus medios, en donde puede ser verificada. Agrega Dewey que incluso el sentido común rechaza las valoraciones inmediatas; estas son tomadas como pueriles.

d) Pensar en la valoración como el encuentro de algo intrínseco, recorre para Dewey el mismo camino que pensar en la valoración como algo inmediato (sin medios): es dar un salto en el vacío. La falacia consiste en interpretar esos términos como algo desprovisto de relación. En otras palabras, es mirar estructuras fijas, entes definidos, donde hay procesos. La medida del valor que una determinada persona otorga a un determinado fin, no está en las palabras que pueda decir sobre su preciosidad, sino en el esfuerzo y el cuidado que pone para la elección de los medios adecuados en función de la consecución del dicho fin. Lo que ha pasado aquí, cree Dewey, es que la dialéctica de los conceptos nos ha llevado a la consideración de los términos sin una base empírica, sin considerar las situaciones existenciales donde tienen lugar tales actividades. Solo así se puede llegar a hablar de lo ‘intrínseco’ o de lo ‘inherente’ de un concepto. Dewey agrega enfáticamente que si algo pertenece a algo, esta es una cuestión de hecho y no una cuestión de conceptos.

e) La valoración entendida como el descubrimiento de un fin en sí mismo es la otra objeción que Dewey debe enfrentar. Pero, según él, un ‘fin-en-sí-mismo’ es una contradicción en sus términos. Si algo es fin, entonces supone un proceso. Este proceso ha estado relacionado a un deseo y este a su vez a un estado de cosas no querido, por eso el deseo, por eso el interés. Hablar de fines en sí mismos es un mal hábito de la filosofía, es la actitud hipostasiadora que ha primado en ella. Dewey agrega, además, que una teoría del fin en sí mismo, en el fondo, tendría que coincidir en alguna medida con la idea de que el fin justifica los medios. Esta última, pues, parte de la anterior. Solo un fin en sí mismo permite asumir la relación fines-medios unilateralmente.
Le sale al frente, sin embargo, a Dewey una última objeción y es que en todo su planteamiento, bosquejado como respuesta a todas estas propuestas, hay una exigencia hacia una mirada más amplia pero que, en tanto la ampliación de la mirada, la consideración de todos los factores situacionales, el tomar en cuenta el inacabable proceso que es la vida, habría llevado a Dewey más bien a una imposibilidad de considerar la valoración pues esta no tendría nunca un punto final. Toda valoración sería un camino hacia el infinitum. Dewey aclara, no obstante, que siempre que en el trasfondo de la valoración se encuentra una necesidad, un deseo, un déficit, un conflicto, entonces la valoración encuentra su ubicación precisa cuando se ha llegado a una satisfacción en la búsqueda emprendida. Así pues, podríamos decir que la determinación de lo que es el hecho a valorar, de sus límites, están definida por el trasfondo del interés y la necesidad. Solo así llegamos a la conclusión que Dewey alcanza.

Si la Teoría de la valoración puede responder a esta última objeción es solo posible porque lo que se considera un hecho no es en términos de una realidad definida y completa. Por eso mismo, la propuesta de Dewey no calza con el positivismo. Cuando leemos en Dewey frases como la que sigue:
La reconstrucción que hay que acometer no consiste en aplicar la ‘inteligencia’ como producto de confección, sino en aplicar a todas las investigaciones relacionadas con temas humanos y morales la misma clase de método (el método de observación, la teoría sobre las hipótesis y la comprobación experimental), gracias al cual los conocimientos sobre la naturaleza física han alcanzado su actual lectura.
[4]
Pensamos entonces que hay una ingenuidad positivista en este autor. Si además, lo escuchamos afirmar la necesidad del interés en todas las consideraciones tanto al hablar sobre la verdad, sobre el bien o sobre el valor, o cuando lo vemos aplicar una racionalidad instrumentalista para cuestiones humanas, entonces no parece ya que quepa ninguna duda. Sin embargo, estoy convencido que esta interpretación dista mucho de ser correcta. Por el contrario, Dewey toma una gran distancia de ese monismo ontológico que subyace a la interpretación positivista de la realidad.
Lo que podría aclarar la controversia es no mirar al instrumentalismo desde una realidad fija, única, definida y completa. Si bien el instrumentalismo es una exigencia para considerar la necesidad y el interés en el trasfondo de nuestras valoraciones, es también, sin embargo, la exigencia de considerar que los mismos hechos deben ser definidos en función de esas necesidades e intereses. El modelo, pues, no es el científico, sino el artista. El instrumentalismo no solo se refiere a una dimensión práctica, sino también a una dimensión estética. Para Dewey toda experiencia es estética, en toda experiencia hay una labor de artista que conjuga factores y exigencias, que exige una mirada comprensiva. Al respecto, es elocuente la siguiente afirmación que hace Dewey de que el método científico “no produce ni establece su producto, el conocimiento, de forma diferente a como lo hacen otras obras de arte”.
[5]
Arte para Dewey define cualquier técnica que pretenda diseñar fines, conferir unidad y cualidad orgánica a la experiencia. La distinción entre actividades que instrumentalizan medios y actividades que persiguen fines es solo otro mal hábito de la filosofía no empírica. “Cualquier actividad productiva de objetos cuya percepción es un bien inmediato y cuya operación es una fuente continuada de percepción integradora de otros aconteceres, exhibe la misma belleza (fineness) que la del arte”.
[6]


[1] William James. Pragmatismo. Barcelona: Alianza Editorial. P. 91
[2] John Dewey, Teoría de la valoración. Madrid: Ediciones Siruela, 2008. P. 17
[3] Me sugiere pensar esta estrategia que Dewey asume más bien el método falsacionista de las ciencias naturales y que conciliaría muy bien con su anti-esencialismo.
[4] John Dewey, La reconstrucción de la filosofía. Buenos Aires: Editorial Aguilar, 1970. P. 29 (A partir de ahora abreviaremos esta obra como RF).
[5] John Dewey, Experiencia y Naturaleza. México: FCE, 1948
[6] Ídem.

JOHN DEWEY: 150 AÑOS DESPUÉS


Hace exactamente 150 años,
en Burlington (Vermont) EE UU, nació John Dewey considerado luego uno de los baluartes de la cultura estadounidense y de la modernización educativa. Dewey fue el primero en plantear una comprensión de la democracia como forma de vida – su libro Democracia y educación de 1916 fue pionero al respecto – y eso le permitió repensar a la educación desde el concepto de democracia. Su legado en educación es indiscutible tanto en Estados Unidos como en Europa y en distintos países de habla hispana (España, Chile, Costa Rica, Cuba, etc.). Ya en vida, además, Dewey logró ser reconocido como un experto en temas referidos a la educación en Asia, de hecho, vivió en Japón un par de años y constantemente viajó hacia allá a dictar conferencias.
En filosofía, Dewey fue considerado, junto a William James y a Charles S. Peirce, como un representante ilustre del pragmatismo clásico, el movimiento filosófico surgido en Estados Unidos a finales del siglo XIX cuya vigorosidad estriba en su crítica al racionalismo moderno y a la inutilidad social de una filosofía que pretenda restringirse a la acción contemplativa y no asuma su auténtico rol de crítica social. El pragmatismo de Dewey, pues, aparece como una defensa de lo contingente, del pluralismo y de la comprensión teórica que parte de las prácticas sociales y no de la teoría pura.
Sin embargo, debido justamente a la dedicación con la que el pragmatismo clásico se acercó hacia la filosofía moderna no pudo, tal planteamiento, escapar a los conceptos y categorías que tan profusamente desde Descartes hasta Kant habían copado los diccionarios filosóficos. Es cierto que el pragmatismo propuso una recomprensión de tales conceptos, pero las palabras fueron las mismas y ese aspecto eventualmente le jugó una mala pasada. Términos como ‘razón’, ‘experiencia’, ‘naturaleza’, ‘ciencia’, ‘subjetivo’, ‘certeza’, ‘adecuación’, etc., llenaron los textos de Dewey y de los otros pragmatistas. Hacia 1940, en cambio, el empirismo lógico y los aportes de Wittgenstein a la filosofía del lenguaje proporcionaban un nuevo vocabulario para la filosofía, hecho que se conoce como el giro lingüístico. La filosofía anglosajona, entonces, se copó de términos como ‘enunciado’, ‘creencia’, ‘hechos observacionales’, ‘eventos’, ‘proferir’, etc. De esta forma, el pragmatismo pasó a un estado de letargo y en las universidades estadounidenses comenzó a primar exclusivamente la otra tradición norteamericana, la que se conoce como filosofía analítica.
Los textos de Dewey sufrieron así un doble desenlace. Mientras los escritos filosóficos dejaron de leerse en la mayoría de las universidades en las que antes habían ocupado un privilegiado espacio, los textos pedagógicos mantuvieron su vigencia y fueron asimilados a la tradición constructivista que a partir de 1950 se forjaba alrededor de los escritos de Jean Piaget y Lev Vygotsky. De esta forma, Dewey mantuvo el reconocimiento como ‘padre de la educación liberal’ o ‘padre de la educación democrática’. Sus escritos eran leídos en la mayoría de las facultades de educación, ubicado siempre al interior de la tradición conocida como Escuela Nueva, junto a María Montessori, Kerchensteiner, Decroly y otros.
Pero el letargo de la filosofía de Dewey llegó a su final con la publicación, en 1979, del ya célebre texto de Rorty titulado La filosofía y el espejo de la naturaleza. En dicho texto, el autor comienza señalando que los tres más importantes filósofos del siglo XX son John Dewey, Ludwig Wittgenstein y Martin Heidegger (Rorty, 1979). El texto y la afirmación misma eran claramente provocadores, pero tenía la virtud de presentarse con sobrada justificación lo que motivó que muchos filósofos volvieran su mirada hacia el pragmatismo clásico y, en especial, hacia los escritos de John Dewey.
Pero lo que yo quiero hacer aquí no es quedarme exclusivamente en el relato histórico, sino más bien poner a consideración suya tres de los planteamientos más representativos de la filosofía de John Dewey. De esta forma, evaluar críticamente la actualidad de su propuesta al tiempo que la pertinencia del pragmatismo. Específicamente me detendré en la teoría instrumentalista del conocimiento (I) y en la reconsideración que hace Dewey de la distinción clásica entre teoría y práctica (II) para, en un tercer momento, pasar revista por el darwinismo de John Dewey (III) aprovechando que este año también se conmemoran los 150 años de la publicación de El origen de las especies y los 200 años del nacimiento de Charles Darwin. En todas estas secciones, además, terminaré haciendo un comentario rápido de cómo dicha propuesta filosófica de Dewey tuvo un correlato en sus planteamientos pedagógicos.
En la filosofía clásica, el conocimiento ha sido explicado como una contemplación de las esencias últimas de la naturaleza. Así lo entendió Aristóteles al distinguir tres tipos de saber: el saber técnico, el que nos permite transformar el mundo; el saber práctico, con el que tomamos decisiones en nuestra vida diaria; y el saber teórico, el que permite la contemplación de la esencia de la naturaleza. Este tercer tipo de saber es, para el mundo Griego y durante mucho tiempo en occidente, el que es reconocido como propiamente conocimiento. Lo propio del saber teórico es su inutilidad, pues es un trato con objetos sublimes (esencias – substancias), pero para Aristóteles tal inutilidad era su virtud. En verdad, incluso hoy en el sentir popular puede reconocerse esta comprensión del conocimiento que viene, por supuesto, ligado a un realismo ingenuo respecto de lo que hay (de lo que existe realmente y cómo existe) y a una mirada no-problemática de nuestras capacidades cognitivas. Voy a explicar con un ejemplo estas tres características con las que el sentido común entiende al conocimiento.
El ejemplo que asumiré será el del agua. Todos nosotros podemos reconocer en el agua a un elemento de la naturaleza que posee atributos tales como: ser un disolvente universal, estar conformado por dos moléculas de Hidrógeno y una de Oxígeno, ser un productor de energía eléctrica y ser un excelente transmisor de electricidad. Por supuesto, hay otros atributos más caseros que reconocemos en el agua y que ya doy por descontado.
Sin embargo, al agua no siempre se le ha reconocido con tales atributos. En la antigüedad, solo se identificaban los atributos caseros a los que hemos aludido. Gracias al estudio de la naturaleza es que hemos llegado a tal caracterización. Tanto la física aristotélica como el sentido común explicarían dicho proceso – atribuir características definicionales al agua – como un progreso en la contemplación de las esencias del agua. Esto es posible porque la naturaleza está allí frente a nosotros, de forma objetiva, y con plena independencia de nuestras expectativas (realismo ingenuo). Hacia ella, la naturaleza, nos acercamos con nuestra razón que actúa cual visión del alma, sin intermediarios de ningún tipo (mirada no-problemática).
La explicación que Dewey ofrece sobre dicho proceso – lograr conocimientos respecto del agua – es distinta a la que ofreció la filosofía clásica y distinta a como dicho sentido común aludido (ingenuo) cree. Según Dewey, en lugar de haber desvelado – descubierto – la esencia del agua, lo que la ciencia ha hecho es inventar formas nuevas de usar tal elemento, de manera tal que respondamos a las contingentes necesidades humanas. Así pues, si pudiésemos imaginar un mundo posible distinto al nuestro, si en algún momento de nuestro pasado, la historia evolutiva de la humanidad hubiese seguido un rumbo distinto, y hubiesen aparecido necesidades distintas, quizá nunca hubiésemos atribuido al agua los rasgos definicionales con los que hoy lo consideramos. El argumento de Dewey busca cardinalmente afirmar que, aunque dichos rasgos son definicionales, no asumen tal carácter porque representen la esencia lisa del agua, sino porque al atribuirle tales rasgos al agua hemos respondido satisfactoriamente a necesidades concretas, contingentes, casuales, pero urgentes de la raza humana.
Así pues, Dewey remarca que el valor epistemológico del enunciado ‘el agua es un buen transmisor de electricidad’ no estriba en el grado en que dicho enunciado representa a la esencia del agua, sino que tal valor responde a la instrumentalidad de dicho saber. Es por su capacidad para satisfacer necesidades por la que reconocemos como conocimiento a tal enunciado. Parafraseando a William James diríamos: ‘el conocimiento acontece’. Dadas algunas circunstancias particulares – casuales y contingentes, nunca necesarias – algunas experiencias muestran un grado de utilidad y eficacia para salvar dificultades, vencer obstáculos o enfrentar desafíos; y por esa razón, dichas experiencias, puestas en enunciados o en teorías, son llamadas conocimientos y adquieren un valor científico. Como estas experiencias dependen de experiencias nunca tan estáticas, estamos convencidos de que llegará el día en que lo que hoy consideramos conocimiento, deje de serlo debido al cambio en las expectativas sociales. Así se explicaría, por ejemplo, que la teoría del flojisto, la física newtoniana, el determinismo de Laplace, el modelo ptolemaico, la indivisibilidad del átomo, las trepanaciones craneanas o el modelo feudal de organización social dejen de ser considerados conocimientos; no porque hayamos reconocido formas más perfectas de representar la esencia de la naturaleza, sino porque dadas las nuevas circunstancias demográficas, con instrumentos de medición de mayor alcance, con perspectivas más abarcadoras, con expectativas más audaces, esas primeras respuestas ya no resultan satisfactorias.
Todo esto que he expresado no es de ninguna forma una defensa del relativismo, ni pretendo con ello haber justificado el irracionalismo; el planteamiento de Dewey va por otro rumbo, el centro de su argumento señala y justifica el carácter contingente del conocimiento. Indudablemente dicho argumento no es fácilmente aceptable por el sentido común, pues como dice Rorty (1982) está muy asentado el supuesto representacionalista de que nuestra mente es un ‘espejo de la naturaleza’. Pero el hecho de que el sentir popular no lo puede aceptar fácilmente no habla contra tal propuesta epistemológica. Para defender su actualidad, más bien, pasaré a explicarles cómo realizan en la actualidad su labor los científicos en su producción de conocimientos.
En términos técnicos podríamos decir que, salvo algún científico despistado y anacrónico, todos los investigadores en las distintas disciplinas científicas trabajan con una sola estrategia epistemológica: el falsasionismo (Chalmerls, 1995). Esto significa que los científicos d hoy niegan la existencia de una esencia de la naturaleza, pues en lugar de ver sus teorías como verdaderas de forma absoluta una vez que han sido aceptadas por la comunidad científica, ellos saben que dicha aceptación solo asegura un consenso momentáneo, pero que la validez de su teoría es un proceso diario de ir contrastándola de diferentes formas, con nuevas medidas y para circunstancias diferentes. En otras palabras, la estrategia de los científicos no es acercarse hacia la verdadera esencia, sino más bien alejarse de los posibles errores y salvar sus teorías de las eventuales anomalías. Es, de otra forma expresada, el reconocimiento de que nunca hay una respuesta definitiva y que la aceptación de una teoría se va ganando diariamente con nuevos contrastes o falsasiones. En términos lógicos, la ciencia funciona estratégicamente combinando experimentos dirigidos por el modus ponens – aquellos experimentos que llevan al conocimiento hacia nuevas aplicaciones – y experimentos dirigidos por el modus tolens – aquellos experimentos de contraste que prueban la eficacia e instrumentalidad de las teorías ante nuevas circunstancias. – Así pues, desde el punto de vista psicológico, los científicos funcionan siempre a través del ensayo y error. En mi opinión, tal estrategia de los científicos en la actualidad confirma el carácter instrumental de los conocimientos, la eficacia como valor epistémico y la necesidad de ver a la verdad como un constante lograrse y no como desocultamiento de una esencia guardada; todos ellos, justamente tópicos del pragmatismo en Dewey.
La significatividad pedagógica de esta concepción instrumentalista del conocimiento puedo reconocerla en dos principios que Dewey defendió y que ustedes reconocerán fácilmente como muy actuales: la centralidad de la educación en el educando y la revalorización del interés del alumno. Mediante el primero, Dewey reconoce que el conocimiento es algo que el alumno logra, construye, no aquello que el profesor transmite. La educación tradicional, de claro matiz racionalista, ha defendido una educación bancaria (Freire, 1997) en la que el maestro ‘deposita’ conocimientos en el educando. La propuesta instrumentalista de Dewey exige del alumno una participación más activa, pues es él quien justifica y valida los conocimientos de acuerdo a sus propios intereses. Lo que Dewey rechaza es la idea de que los conocimientos tienen un valor intrínseco y absoluto. En coherencia con su epistemología, Dewey propondría una pedagogía que se centra en la actividad del alumno y no en la transmisión de parte del maestro.
El segundo principio pedagógico, que es deducible del primero, es el respeto y valorización de los intereses del educando. Dewey habló de intereses del educando (Dewey, 1995) pero hoy en día, el mismo principio lo reconocemos a partir del concepto de aprendizaje significativo. Lo que Ausubel explica con este concepto es justamente lo mismo que Dewey quería mostrar, a saber, que no se logra el conocimiento si no se alcanza una conexión con los intereses de los alumnos.
He querido mostrar hasta aquí la relevancia y actualidad del instrumentalismo epistemológico de John Dewey. Pasaré ahora a mostrar, evidentemente con menos detalle, otros dos frentes teóricos de la propuesta deweyana. Según Dewey, si la filosofía clásica defendió esa concepción estática y representacionalista del conocimiento fue por que partió de una dicotomía que, a juicio de los pragmatistas, es falsa: la separación epistémica entre teoría y práctica.
Dewey observa el origen de tal planteamiento dualista en la organización social de la Grecia antigua. Para los griegos existían dos categorías de hombres no intercambiables. Los hombres eran distinguidos en: hombres de la libertad y hombres de la necesidad. Estos últimos eran aquellos dedicados al trabajo, a los negocios y a los aspectos domésticos. Estos trataban con utensilios y objetos; respondían a necesidades como el hambre, el frío, el sueño o la diversión. Los primeros, en cambio, los de la libertad, eran enfrentados a los objetos teóricos, sublimes y absolutos (ahistóricos y aculturales), ajenos totalmente a las vicisitudes cotidianas. El hombre de la libertad podría gozar así del tan reputado ocio, lo que demostraba el honor y el rango social de tal individuo. La distinción teoría-práctica surgió aquí para explicar esta diferencia social. Dewey indica entonces que lo que corresponde es, ante nuevas estructuras sociales, una recomprensión del dualismo.
La teoría es para Dewey una forma de la práctica, porque nadie piensa si no es haciendo. Pensar, dice Dewey, es solucionar un problema, superar un obstáculo, aclarar una duda, explicar una complejidad. Pensar, en términos deweyanos, es sopesar las oportunidades y los medios adecuados en función de alcanzar un fin. La parte meramente ‘espiritual’ en el proceso del pensar es insuficiente e inútil si no se acompaña con toda la estructura de la acción. El triste espectáculo del filósofo que cae al pozo por mirar al cielo y se convierte en el hazmerreir de los ciudadanos se ubica ahora lejos de las exigencias que el ‘pensar haciendo’ nos ha propuesto.
En pedagogía, Dewey consideró como principio el learning by action. Fue muy conocida esta propuesta que Dewey concretizó en su famoso Laboratory Schoool de Chicago. Esa experiencia dio lugar a una serie de colegios progresistas y alternativos en todo Estados Unidos y en distintos otros países. De lo que se trataba era no de privilegiar contenidos, sino la formación de una inteligencia crítica, práctica y situacional.
Por último, me queda decir algo sobre el darwinismo de Dewey. No tengo ni el espacio ni el tiempo para plantear una discusión demasiado profunda, así que me detendré en dos consideraciones muy puntuales. Según Dewey, el planteamiento de Darwin, aunque injusta y erradamente tratado desde sus repercusiones teológicas, fue principalmente una revolución epistemológica por dos razones (Dewey, 2001). Primero, Darwin se llevaba abajo la pretensión de la filosofía de una esencia fija e inmutable. Desde siempre la filosofía había pretendido construirse desde tal supuesto. Darwin nos enseñó la necesidad de considerar el punto de vista evolutivo y rechazar más bien las formas fijas y esenciales. Dewey reconoce, sin embargo, que Darwin solo llevó a término una tradición que ya venía prefigurándose desde antes y que bien puede reconocerse en el historicismo de Hegel. En la actualidad, teóricamente el punto de vista evolutivo ha mostrado su fecundidad metodológica planteando respuestas a problemáticas de otro modo insolubles. Así por ejemplo, al dilema planteado por los antropólogos de si existe una única racionalidad o si son varias y distintas las racionalidades, el método evolucionista y la estrategia pragmatista han permitido reconsiderar a la racionalidad no como un paquete único, sino tratarla como un conjunto de prácticas sociales, lo que ha permitido luces verdaderamente aclaradoras para el tema. La misma estrategia la usan hoy en día los psicólogos para explicar el desarrollo de la moralidad en el niño, o la teoría social para explicar la integración de la sociedad.
La segunda consideración del darwinismo es resaltar el punto de vista adaptativo de nuestra inteligencia. Nosotros no somos una especie inteligente porque así aparecimos en la tierra, sino por un proceso de adaptación que no es sino un proceso de ir resolviendo con conocimientos los problemas concretos y las dificultades que el medio natural nos presentó. Pueden ustedes ver la evidente relación entre dicha mirada adaptativa de la inteligencia humana y el instrumentalismo que Dewey plantea en epistemología, así como su concepción del aprendizaje en la acción.