sábado, 21 de noviembre de 2009

JOHN DEWEY: TEORÍA DE LA VALORACIÓN


El valor, como todo en esta vida humana, se hace.
En un famoso pasaje del Pragmatismo, William James sentencia la que bien podría ser reconocida como el slogan del pragmatismo: “la huella de la serpiente humana está por todas partes”[1]. Es interesante que tal conclusión aparezca luego de indagar el carácter propio de la verdad. Esta ha sido generalmente tratada como ajena a las vicisitudes humanas y James discute y niega tal tesis. Por el contrario, redescubre en la verdad sus aspectos más existenciales para terminar reconociendo que estos agotan todo lo que ella es. Así, concluye equiparando a la verdad con la salud y la riqueza: la verdad, al igual que aquellos, se hace, se logra, acontece.
John Dewey, en mi opinión, ha seguido en su Teoría de la valoración la misma perspectiva de análisis hasta alcanzar la misma conclusión: el valor se hace, no aparece ex nihilo, no es ajeno a la existencia humana, supone una actividad o mejor un orden de actividades determinadas en función de satisfacer una necesidad, vencer una dificultad o subsanar un desperfecto de nuestra existencia. Así, pues, para Dewey, tanto la verdad como el bien y el valor poseen un carácter instrumental cuya única razón de ser estriba en su capacidad para enriquecer cualitativamente la experiencia humana. También en la valoración se descubre la huella de la serpiente humana.
Sin embargo, afirmaciones de tal naturaleza no pueden quedar exentas de malos entendidos, ni suponen un asentimiento espontáneo. Todo lo contrario, hace falta una explicación detenida para no terminar confundiendo al pragmatismo con una forma de positivismo el cual, tras un monismo epistemológico, pretendió definir los ámbitos sociales, morales y axiológicos siguiendo el modelo de las ciencias naturales. El posible encuentro entre el pragmatismo y el positivismo debe ser aclarado pues, a primera vista, la definición instrumentalista del valor, del bien y de la verdad parece justificar suficientemente tal identificación. Como en este seminario el tema es la Teoría de la valoración solo me detendré a revisar si la instrumentalización del valor que Dewey defiende puede ser entendida como una forma de positivismo. Mi respuesta de antemano es que tal tesis es errónea, pues la estrategia argumentativa que Dewey emplea no es mostrar que las ciencias físicas sean el modelo que nos permita explicar nuestras valoraciones, sino al revés. Así como nuestra acción de valorar, en el sentido en que Dewey la reconoce, es una serie de actividades que sopesan la utilidad de una consecuencia para dirigir el comportamiento frente a un estado de cosas que resulta inconveniente, de la misma forma las ciencias que pretenden una explicación de la naturaleza no buscan la representación fotográfica de ella sino satisfacer una serie de demandas existenciales con una mirada comprensiva y evaluativa, de manera tal que se elija el mejor modo de acción; donde mejor se define por criterios situacionales. Me imagino que puede parecer forzada mi interpretación, pero intentaré aclararla a lo largo de mi escrito. Comienzo primero presentando las tesis centrales de la Teoría de la valoración para luego, en un segundo acápite, presentar a la actividad artística como el modelo general de la racionalidad.

El problema central planteado en la Teoría de la valoración es, en palabras del propio Dewey, si “existen proposiciones genuinas sobre la dirección de los asuntos humanos”.
[2] Por ‘genuinas’ Dewey entiende proposiciones que enuncian algo, afirman o niegan, y que pueden ser respaldadas por evidencias experimentales. En otras palabras, la cuestión que perturba a Dewey es si existe una diferencia esencial entre nuestros enunciados de hechos y nuestros juicios de valor; esto es lo mismo que preguntar si se justifica suficientemente el anti-realismo moral. Dewey reconoce que esta tendencia filosófica, la que niega carácter proposicional al valor, es más bien históricamente novedosa, pues aparece en la cultura occidental solo después que cayó en desprestigio la explicación teleológica-religiosa del mundo, allá por los siglos XVI y XVII.
Aunque él no los menciona (pero sí los cita) las principales voces representantes de dicha tendencia anti-realista en el contexto de la filosofía estadounidense a comienzos del siglo XX fueron George Santayana, A. J. Ayer y Ralph Barton Perry. Dewey toma distancia de estas tres propuestas pues reconoce que estas habrían confundido más que aclarado los términos del problema. Santayana habría identificado los valores con los impulsos vitales. Con la pretensión de ampliar el ámbito en el que se discute el tema de la racionalidad, este autor habría estudiado el rol que ejercen nuestros impulsos vitales en nuestras valoraciones. Dewey asentiría con facilidad tal objetivo, pero de allí un paso hacia la identificación de ambas actividades le parece tan inadmisible como identificar al árbol de la semilla dando como razón que aquel surge de esta. Ayer, en cambio, habría defendido el más extremo anti-realismo moral pues caracterizó a la valoración como una interjección. Así, pues, estos – los valores – no dirían nada distinto de lo que pudiera decir un gesto, un tono de voz o un llanto. Más exactamente, estos no dicen nada, solo muestran nuestras emociones. R. B. Perry ocupa un lugar especial en esta lista. Para cuando Dewey escribe su Teoría de la valoración (1938), la Teoría general del valor (1926) de Perry ya era considerado una opinión ineludible en ese campo. Lo que en este libro se defiende es que el valor es simplemente un interés del individuo. Dewey acepta que el interés es una factor sine qua non de la valoración, pero esta no se reduce a aquel. El error que subyace a la propuesta de Perry es haberse encaminado a través de la controversia metafísica entro lo subjetivo y lo objetivo. Quizá la confusión más común en este tema y de la que, según Dewey, más debiéramos cuidarnos.
Es en este panorama en el que Dewey debe mostrar su opinión tomando especial cuidado de los aspectos que él mismo ha reconocido como perturbadores. Estos son básicamente tres: la ya mencionada distinción metafísica entre subjetivo y objetivo; la dicotomía epistemológica entre el idealismo y el realismo; y por último, la psicología de corte mentalista. De esta forma, como yo observo la estrategia argumentativa que Dewey ha seguido, esta ha quedado definida por tres exigencias que él se impone y que le permiten justamente el cuidado necesario para no tropezar con tales aspectos perturbadores. Estas exigencias serían, en primer lugar, atenerse lo más ajustadamente posible a los hechos y a la experiencia. Toda su formación de psicólogo y pedagogo le permiten a él tomar distancia de la que en muchos pasajes llama una ‘dialéctica de conceptos’. En el tema de la valoración, no se puede llegar al quid del asunto si no es a partir de una psicología experimental; es decir, desde el análisis orgánico de los comportamientos con todas sus características situacionales implicadas. En segundo lugar, para eludir decididamente la discusión metafísica, Dewey se impone no tratar el tema desde ‘el valor’ o ‘los valores’, sino desde ‘la valoración’; es decir, desde la actividad, desde el fenómeno social, asumiéndolo como un modo de comportamiento observable e identificable que nos permite rigurosidad en el examen de los hechos empíricos efectivos. Con esta exigencia, además, Dewey toma postura en una de las controversias presentadas al comienzo del ensayo debido a que value (inglés) es usado tanto como verbo y como sustantivo. La controversia aparece cuando nos preguntamos cuál de estos dos usos es el primario. Dewey no responde de inmediato a la pregunta, pero durante todo el texto su análisis está centrado en la actividad (valoración) así como en el doble significado del verbo ‘valorar’ (apreciar y evaluar) con lo que, a mi modo de ver, se muestra con transparencia cuál es su respuesta a la controversia. En tercer lugar, y solo a modo de comentario general sin pretender extraer ninguna conclusión particular, el argumento de Dewey asume la estructura clásica con la que Tomás de Aquino presentaba la Questio, es decir, respondiendo objeciones. Así pues, a lo largo de todo el texto, Dewey va deshaciendo las tesis contrarias, mostrando sus insuficiencias y la estrechez de miras, sino el absurdo que guardan
[3]. Con estas consideraciones previas paso ahora a mostrar sintéticamente las discusiones que Dewey planteó a las propuestas que nosotros calificaríamos de anti-realistas morales.
Básicamente son cinco las formas del anti-realismo de las que Dewey se ocupó, propuestas para las que la valoración no conlleva proposiciones. Estas cinco aparecen cuando la valoración es entendida como a) interjección, b) deseo, c) evaluación, d) encuentro de algo intrínseco, y d) descubrimiento de un fin-en-sí-mismo.
a) Caracterizar la valoración como una interjección le parece a Dewey la más extrema de las tendencias que nosotros definimos como anti-realistas morales; también por eso mismo, por su extremismo, es la propuesta que menos análisis resiste. Dewey enfrenta esta tesis con cuatro contraargumentos. En mi opinión, uno de ellos, el argumento lógico, casi impone una lápida la perspectiva que objeta. Según Dewey, si los juicios de valor no enuncian algo, ni son susceptibles de ser calificados como verdaderos o falsos, si estos son solo signos de un estado de ánimo; entonces, estamos condenados a un silencio prudente en cuestiones sobre valoraciones. Toda discusión resulta siendo absurda, pues las oraciones que no enuncian algo no pueden nunca ser incompatibles. Los otros tres contraargumentos terminan por descalificar aun más tal propuesta. Así el segundo pretende resaltar el carácter comportamental orgánico de una interjección. Esta, como el gesto o el llanto, es parte de un estado de cosas mucho más amplio que incluye, por supuesto, una realidad que interpretamos como grata, placentera, horrenda, temible, asquerosa o pestilente. La interjección tiene sentido solo cuando es asumida dentro de este campo de visión amplia. El otro contraargumento es mostrar que la interjección es un fenómeno social, pues supone una transacción y una publicidad. Salvo el llanto del bebé que puede ser meramente instintivo (fisiológico-psicológico), todas nuestras interjecciones pretenden motivar en otro (u otros) una reacción. Si la valoración puede ser definida como una interjección, solo sería en este sentido. Por último, Dewey aclara que, en el trasfondo, esta propuesta tiene su origen en una ambigüedad en torno al significado de sentimiento. Producto de una psicología mentalista, a veces se suele pensar en los sentimientos y las emociones como algo meramente subjetivo. Pero la sola estructura dualista que subyace a tal presentación, nítidamente cartesiana, es ya seriamente puesta en duda por todos los filósofos contemporáneos que han asumido con radicalidad una comprensión integral y orgánica del ser humano y que reconocen más bien el perjuicio que trae consigo tales dualismos.

b) La segunda perspectiva a confrontar es la que identifica a la valoración con el deseo. Esta parte también, según Dewey, de la misma ambigüedad comentada que es creada por la psicología mentalista. Así, se piensa en el deseo como algo que existe independientemente de cualquier acción o se asume al deseo como algo unido intrínsecamente a un esfuerzo. El primero es propio de una actitud pueril. En verdad, el adulto pueril es el único modelo que pueden tomar en cuenta todas las teorías de la valoración que surjan de la psicología introspeccionista o de la dialéctica de conceptos, porque solo en él se cumple que pueda existir una interjección sin pretensiones sociales, o un deseo sin esfuerzo, o un interés sin cuidado, o una evaluación sin considerar el proceso, o un fin que no tome en cuenta los medios. Desear, pues, siempre está ligado a situaciones sociales y el interés supone una actitud personal y una transacción con el mundo. Como dice Dewey, si se tiene interés, uno se juega algo en el curso de los acontecimientos. En todo caso, sí acepta Dewey que el interés y el deseo son un punto de partida en la valoración, pero no agotan su significado.

c) Si entendemos la valoración como una evaluación, esta no nos remite a un estado final, sino a un estado intermedio. Evaluar algo no es considerar un hecho definitivo, sino que lleva en sí una utilidad, crea una norma de acción, plantea una forma de comportarse ante dicho objeto o estado de cosas. En verdad, dice Dewey, si existe una valoración (evaluación) que sea generalmente aceptada y que no parezca estar ligada a ninguna cadena de medios y fines, es solo porque su popularidad o costumbre nos esconde su origen; pero toda evaluación tiene sentido en un proceso mucho más amplio que exige considerar muchas características existenciales. La objeción que se le plantea a Dewey es que él está asumiendo a los objetos solo en tanto medios y no en tanto fines. Dewey responde afirmando que los fines nunca pueden ser considerados de forma ajena a los medios. Un fin es malo solo si sus medios no están al alcance, si sus medios demandan demasiados esfuerzos, si sus medios suponen poner en juego otros deseos aun más valiosos, etc., etc. Así pues, la deliberación, la indagación por lo que es bueno, es siempre un sopesar deseos alternativos tomando en consideración sus medios. Una proposición que dice algo sobre un fin está justificada, tiene sentido, solo si se han evaluado sus medios, y es también en ese campo, en el de sus medios, en donde puede ser verificada. Agrega Dewey que incluso el sentido común rechaza las valoraciones inmediatas; estas son tomadas como pueriles.

d) Pensar en la valoración como el encuentro de algo intrínseco, recorre para Dewey el mismo camino que pensar en la valoración como algo inmediato (sin medios): es dar un salto en el vacío. La falacia consiste en interpretar esos términos como algo desprovisto de relación. En otras palabras, es mirar estructuras fijas, entes definidos, donde hay procesos. La medida del valor que una determinada persona otorga a un determinado fin, no está en las palabras que pueda decir sobre su preciosidad, sino en el esfuerzo y el cuidado que pone para la elección de los medios adecuados en función de la consecución del dicho fin. Lo que ha pasado aquí, cree Dewey, es que la dialéctica de los conceptos nos ha llevado a la consideración de los términos sin una base empírica, sin considerar las situaciones existenciales donde tienen lugar tales actividades. Solo así se puede llegar a hablar de lo ‘intrínseco’ o de lo ‘inherente’ de un concepto. Dewey agrega enfáticamente que si algo pertenece a algo, esta es una cuestión de hecho y no una cuestión de conceptos.

e) La valoración entendida como el descubrimiento de un fin en sí mismo es la otra objeción que Dewey debe enfrentar. Pero, según él, un ‘fin-en-sí-mismo’ es una contradicción en sus términos. Si algo es fin, entonces supone un proceso. Este proceso ha estado relacionado a un deseo y este a su vez a un estado de cosas no querido, por eso el deseo, por eso el interés. Hablar de fines en sí mismos es un mal hábito de la filosofía, es la actitud hipostasiadora que ha primado en ella. Dewey agrega, además, que una teoría del fin en sí mismo, en el fondo, tendría que coincidir en alguna medida con la idea de que el fin justifica los medios. Esta última, pues, parte de la anterior. Solo un fin en sí mismo permite asumir la relación fines-medios unilateralmente.
Le sale al frente, sin embargo, a Dewey una última objeción y es que en todo su planteamiento, bosquejado como respuesta a todas estas propuestas, hay una exigencia hacia una mirada más amplia pero que, en tanto la ampliación de la mirada, la consideración de todos los factores situacionales, el tomar en cuenta el inacabable proceso que es la vida, habría llevado a Dewey más bien a una imposibilidad de considerar la valoración pues esta no tendría nunca un punto final. Toda valoración sería un camino hacia el infinitum. Dewey aclara, no obstante, que siempre que en el trasfondo de la valoración se encuentra una necesidad, un deseo, un déficit, un conflicto, entonces la valoración encuentra su ubicación precisa cuando se ha llegado a una satisfacción en la búsqueda emprendida. Así pues, podríamos decir que la determinación de lo que es el hecho a valorar, de sus límites, están definida por el trasfondo del interés y la necesidad. Solo así llegamos a la conclusión que Dewey alcanza.

Si la Teoría de la valoración puede responder a esta última objeción es solo posible porque lo que se considera un hecho no es en términos de una realidad definida y completa. Por eso mismo, la propuesta de Dewey no calza con el positivismo. Cuando leemos en Dewey frases como la que sigue:
La reconstrucción que hay que acometer no consiste en aplicar la ‘inteligencia’ como producto de confección, sino en aplicar a todas las investigaciones relacionadas con temas humanos y morales la misma clase de método (el método de observación, la teoría sobre las hipótesis y la comprobación experimental), gracias al cual los conocimientos sobre la naturaleza física han alcanzado su actual lectura.
[4]
Pensamos entonces que hay una ingenuidad positivista en este autor. Si además, lo escuchamos afirmar la necesidad del interés en todas las consideraciones tanto al hablar sobre la verdad, sobre el bien o sobre el valor, o cuando lo vemos aplicar una racionalidad instrumentalista para cuestiones humanas, entonces no parece ya que quepa ninguna duda. Sin embargo, estoy convencido que esta interpretación dista mucho de ser correcta. Por el contrario, Dewey toma una gran distancia de ese monismo ontológico que subyace a la interpretación positivista de la realidad.
Lo que podría aclarar la controversia es no mirar al instrumentalismo desde una realidad fija, única, definida y completa. Si bien el instrumentalismo es una exigencia para considerar la necesidad y el interés en el trasfondo de nuestras valoraciones, es también, sin embargo, la exigencia de considerar que los mismos hechos deben ser definidos en función de esas necesidades e intereses. El modelo, pues, no es el científico, sino el artista. El instrumentalismo no solo se refiere a una dimensión práctica, sino también a una dimensión estética. Para Dewey toda experiencia es estética, en toda experiencia hay una labor de artista que conjuga factores y exigencias, que exige una mirada comprensiva. Al respecto, es elocuente la siguiente afirmación que hace Dewey de que el método científico “no produce ni establece su producto, el conocimiento, de forma diferente a como lo hacen otras obras de arte”.
[5]
Arte para Dewey define cualquier técnica que pretenda diseñar fines, conferir unidad y cualidad orgánica a la experiencia. La distinción entre actividades que instrumentalizan medios y actividades que persiguen fines es solo otro mal hábito de la filosofía no empírica. “Cualquier actividad productiva de objetos cuya percepción es un bien inmediato y cuya operación es una fuente continuada de percepción integradora de otros aconteceres, exhibe la misma belleza (fineness) que la del arte”.
[6]


[1] William James. Pragmatismo. Barcelona: Alianza Editorial. P. 91
[2] John Dewey, Teoría de la valoración. Madrid: Ediciones Siruela, 2008. P. 17
[3] Me sugiere pensar esta estrategia que Dewey asume más bien el método falsacionista de las ciencias naturales y que conciliaría muy bien con su anti-esencialismo.
[4] John Dewey, La reconstrucción de la filosofía. Buenos Aires: Editorial Aguilar, 1970. P. 29 (A partir de ahora abreviaremos esta obra como RF).
[5] John Dewey, Experiencia y Naturaleza. México: FCE, 1948
[6] Ídem.

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