jueves, 13 de agosto de 2009

APUNTES PARA UNA ÉTICA AMBIENTAL Y DE EMPRESA - Primera parte


Richard Antonio Orozco Contreras



El reto principal de la ética en el mundo contemporáneo es encontrar ese justo medio apropiado entre una ética fuerte que reclama el deber de los seres racionales con una ética que se concibe a sí misma como ruta hacia la felicidad. A la primera la denominamos deontológica y le reconocemos una base cognitiva, metafísica y ahistórica, que prescribe universalmente los principios insoslayables sobre los que hombres y mujeres deben plantear su vida; a la segunda la tipificamos entre los modelos contextualistas, con bases más bien existenciales y prudenciales, que recogen las fortalezas del historicismo, de la racionalidad práctica y de la argumentación pragmatista.
El reto no es fácil debido a que ambos interlocutores han esbozado planteamientos contundentes que al mismo tiempo, a primera vista, parecen inconmensurables. Así tenemos que, por ejemplo, los primeros exigen a toda propuesta ética una mirada que trascienda la simple visión egocéntrica, que supere ese tipo de reflexión atada a los intereses personales y asuma la perspectiva universal de quien es consciente que el mundo no es ‘mío’, ni a mi antojo. El argumento, en verdad, sigue la defensa kantiana del punto de vista universal – racional- considerado como el único moralmente aceptable, porque si no “la moral se desmorona”. ¿Qué carácter puede ofrecer una moral que no defienda el punto de vista incondicionado? Solo sería un mamarracho de moral - habría dicho Kant – que no presenta ninguna utilidad ni para la sociedad ni para el individuo, que no cumple ninguna función y que por ello se diluye en el más vergonzoso sinsentido.
En el otro frente, los cotextualistas han desdeñado esos argumentos, pues reclaman un respeto a las circunstancias, al aquí y ahora. ¿Qué fuerza de obligación puede llevar una norma moral que sea ajena al momento histórico que el individuo vive? Así pues, el apriorismo moral de sus oponentes es objetado por que plantea normas impersonales e inflexibles que evidentemente no generan obligación de ningún tipo. En una pretensión por alcanzar lo seguro, la moral habría huido equivocadamente de las contingencias de la vida diaria perdiendo su más propio carácter rector.
Sin embargo, el desafío se vuelve aun más acuciante, pues un nuevo frente se presenta para ser considerado en la fundamentación ética. Los peligros ecológicos, como lo ha reconocido Hans Jonas (2004), hacen patente un vacío en la ética que alcanza hasta sus más cardinales fundamentos. La ética, pues, ya no puede pretender mantenerse bajo los mismos parámetros como clásicamente ha sido concebida. Así, por ejemplo, si en la sociedad pre-tecnológica la naturaleza no era objeto de la ética, ya que esta se restringía a regular las relaciones humanas, en la sociedad actual ya no es posible pensar nuestras responsabilidades éticas sin considerar nuestras exigencias para con la naturaleza y para con las generaciones futuras. La razón que justifica tal consideración es que las acciones humanas hoy, a diferencia de las situaciones del ayer, poseen ya una resonancia que sobrepasa nuestro aquí y ahora. Así pues, los desequilibrios en el ecosistema han golpeado nuestro arrogante antropocentrismo ético haciéndonos tomar consciencia de su carácter insostenible. Nuestro sentido de responsabilidad ético ya no puede mantenerse – y justificarse – en una cortesía hacia la naturaleza o hacia los animales, o plantearse desde los sentimientos de repugnancia que provocan la depredación salvaje o algunas crueles prácticas costumbristas. La discusión se torna más fundamental; el plano en la que debe desarrollarse corresponde al cogollo de la ética, pues no se trata de aspectos accesorios a la ética sino de la sostenibilidad de la vida y su desarrollo.
Si aún existieran objeciones a esta perspectiva afirmarían más bien que las nuevas consideraciones para la ética solo alcanzan al planteamiento de las normas y no a la fundamentación de la ética misma. Ante esto un contraargumento definitivo parte por mostrar que el antropocentrismo de la ética clásica es una cuestión fundamental y no accesoria. Jonas analiza tal antropocentrismo y afirma además que uno de sus rasgos más elocuentes es su mirada restringida al ámbito de la ciudad (polis) y a un tiempo presente compartido. De esta forma, el sujeto moral solo asume responsabilidad hacia quienes comparten la ciudad, el artefacto humano, y coinciden con él en el tiempo. Jonas observa que este rasgo de la mirada restringida ha sido muy propio de la tradición occidental en sus distintos planteamientos éticos, pero en la actualidad se hace insostenible. Ya no pueden ser definidos como neutralmente éticas las irresponsables campañas de deforestación, la caza indiscriminada, las pruebas nucleares mar adentro, la contaminación de los ríos de parte de las mineras, la emisión de gases de efecto invernadero o el desperdicio del agua potable. Todas estas y muchas otras formas de relación con la naturaleza llevan en sí una carga de moralidad y por eso no podemos seguir pensando nuestra responsabilidad ética en términos que se restrinjan solo a las relaciones humanas. El antropocentrimo ético debe ser superado y por ello se hace urgente repensar los fundamentos éticos abrazando también este nuevo frente de apremios.
Así pues, tres son las exigencias que debe satisfacer una ética en la actualidad: a) la necesidad de superar el punto de vista egocéntrico, b) el respeto por el contexto y c) la urgencia de una dimensión ecológica. No obstante, surgen una serie de preguntas que van desde: ¿Por qué yo debería querer cumplir con una ética?, hasta ¿por qué debo considerar el punto de vista de otros distantes a mí, como pueden ser los animales o incluso aquellos seres humanos que aún no habitan el planeta? Propongo enfrentar dichos cuestionamientos abriendo dos campos de reflexión: i) los fundamentos para una ética ambiental, ii) la oportunidad que una ética ambiental brinda a la sociedad y a la empresa. En la primera parte, la pregunta fundamental será si puede el interés ser un fundamento válido para la ética. En la segunda sección, intentaré defender la idea de que una ética que nos exige responsabilidades medioambientales no debe ser entendida como una carga pesada ajena a los intereses de la sociedad en general y de la empresa en particular, sino que dicha ética puede ser vista como una oportunidad ejemplar, como la oportunidad de reconciliar a todos los miembros de la sociedad en un auténtico desarrollo ecológicamente sostenible y socialmente justo.

I. FUNDAMENTOS DE UNA ÉTICA AMBIENTAL
La cuestión del fundamento surge ante la presencia de esos tres nuevos desafíos a los que ya hicimos referencia y debido también al ocaso de los fundamentos clásicos: estos y aquellos son los trazos que dibujan la actualidad de la ética. En la historia de occidente, la ética afirmó sus fundamentos desde la metafísica o desde la teología. Aunque ambos discursos pudieran hoy reclamar con justicia la validez de su presencia en el ágora plural que conforman nuestras sociedades -lo que por principio no puede ser rechazado-, su participación en la discusión no puede exigir la primacía que antes tuvo. Aunque se afirmara que la naturaleza humana es la misma y no ha cambiado en nada desde la época griega, y aunque esto fuera verdad, qué tipo de discurso podría exigir la prerrogativa del acceso directo hacia eso que llaman naturaleza humana; y en segundo lugar, de qué serviría acceder al conocimiento de tal ente ¿solucionaría en algo los auténticos problemas ético-sociales? La metafísica fue desde siempre el portador de dicho discurso, pero en la medida que tal estrategia argumentativa enajena a la realidad de su contingencia e historicidad, entonces pierde significatividad para la ética. ¿Qué fortaleza puede guardar un discurso sobre la naturaleza humana que no atienda los cambios, las adaptaciones y las diversidades culturales? Por otro lado, la religión solo fundamenta una ética inmanente a un credo, perfectamente válido por supuesto, pero en cuyo caso vincula solo a quienes comparten los axiomas básicos de dicho discurso. Por lo tanto, no podemos recurrir como antaño a la religión o a la revelación como fundamento para la ética; no, si queremos plantearnos una ética con pretensiones de universalidad, con capacidad de crítica y corrección que alcance a todos los individuos.
Necesitamos, pues, encontrar respuestas a esta crisis de fundamentos. Un reto bastante difícil porque, al ocaso de los fundamentos clásicos le ha seguido un marcado subjetivismo moral y un omnipresente emotivismo, lo que significa que ahora es muy difícil justificar ante cualquier vecino porqué debería comportarse éticamente bien ya que él considera que sus emociones y sus pareceres individuales son los únicos criterios determinantes para la corrección de su acción. Si ya es difícil argumentar por responsabilidades ante los congéneres, es aun más difícil pretender defender una responsabilidad para con el planeta, los seres vivos no-humanos o los seres humanos que todavía no habitan la Tierra.
Una respuesta, a mi entender, satisfactoria para todos estos desafíos es la que ha propuesto el filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermas. Según este autor, la moral puede reconocerse como “…el dispositivo protector que compensa un riesgo constitucional ínsito en la forma de vida sociocultural misma” (Habermas, 2000, p. 229). En otras palabras, la moral sería un artificio humano que nos permite sobrellevar el peligro que lleva en sí mismo la vida social. Dicho peligro no es otro que el de la vulnerabilidad a la que todos quedamos expuestos por vivir en común. Voy a intentar aclarar tal afirmación.
Hay varios aspectos que deseo resaltar de la propuesta de Habermas. En primer lugar, me parece importante destacar que en su definición Habermas no ha requerido el apoyo ni de la metafísica ni de la religión para explicar el porqué del deber moral. La moral, pues, para este autor no se explicaría como persecución de una esencia perfecta de la naturaleza humana, ni el destino final que un dios habría prescrito a los hombres. Por el contrario, se muestra en la simple explicación de Habermas un temperamento pragmatista que no es otra cosa que descubrir también en la moral ‘el rastro de la serpiente humana’ como alguna vez lo dijo William James
[1]. La moral no es pues ni la reverencia obligada hacia la perfección de la naturaleza, ni hacia la bondad de un dios, es más bien la respuesta común que los seres humanos han forjado para dar respuesta a una necesidad apremiante: su vulnerabilidad.
En segundo lugar, deseo buscar una comprensión de este que, según Habermas, es el meollo de la ética: la vulnerabilidad ínsita en nuestra vida en sociedad. ¿A qué hace referencia Habermas con este concepto de ‘vulnerabilidad’? ¿Es acaso una mirada hobbesiana del ser humano que imagina la guerra de todos contra todos, la carnicería de lobos contra lobos, en el contrafáctico caso de un mundo sin moral? En mi opinión, Habermas no necesita de la fácil respuesta extremista. No hace falta pensar al ser humano desde la dicotomía de un pesimismo o un ingenuo optimismo. La propuesta de Hobbes es muestra de esa mirada extrema. La explicación de Habermas no se acopla a dicho pesimismo. Además, Habermas ha recusado todo intento metafísico de querer definir la naturaleza humana en una forma acabada y esencial; y en verdad no hace falta tal estrategia argumentativa para reconocer que en la convivencia social el ser humano se muestra vulnerable. La vulnerabilidad no está asociada necesariamente a la guerra de todos contra todos, sino a nuestra innegable interdependencia. La estrategia hobbesiana busca reconocer la fundamentación última de todas nuestras acciones. Habermas, en cambio, reconoce una característica patente de nuestra vida en sociedad sin pretender definirla como fundamento último. Así, pues, nos hacemos vulnerables al conformar con otras personas relaciones de amistad, compañerismo o romance. La vulnerabilidad se hace patente en nuestras relaciones sociales porque allí se manifiesta mejor nuestra interdependencia. En este sentido, la moral es un paliativo a esa vulnerabilidad, la inseguridad absoluta es insufrible y a ello respondemos con un sistema de normas y exigencias, deberes y prescripciones que regulan nuestra vida para hacerla posible y, por supuesto, feliz.
Un tercer comentario, quizá el que más deseo destacar, es reconocer que entonces el fundamento de la moral estriba en el interés del ser humano quien, necesitado y vulnerable, encuentra así un mecanismo que garantiza seguridad ante la fragilidad y la tensión. Esta forma de argumentar para explicar el trasfondo de nuestro deber moral es, sin embargo, fuente de escándalo para muchos. Es así porque para un gran número de filósofos a lo largo de la historia (simplificadamente se les puede denominar ‘platónicos’) la moral está asociada a la perfección y no a la ‘necesidad’ o al ‘interés’ que son más bien, en el vocabulario de la filosofía clásica, cuasi-sinónimos de imperfección.
La palabra interés ha sido asociada, en el sentido común, al mundo de los negocios y a partir de allí se le ha cargado de significado negativo, mercantil y consumista. En el habla popular, cuando nuestras relaciones sociales, tratos o asuntos, se presentan con demasiado interés, entonces son dignos de sospecha. Así por ejemplo, se elogian las amistades des-interesadas y se reprueban las acciones políticas que reflejan un interés personal. En estos casos, el carácter interesado que reflejan les deja incluso un pestilente olor a inmoralidad. A esto, sin embargo, todavía debemos sumarle una connotación negativa más de la palabra ‘interés’ que también se vuelve objeción a nuestro intento de querer asociarla a la moral. Esta nueva connotación se presenta cuando lo interesado resulta sinónimo de ‘sin-valor’. Así por ejemplo, dudamos de lo valioso que pudiera ser una obra artística que haya sido elaborada con algún interés; como también sospechamos de las acciones filantrópicas cuya finalidad haya llevado anexo un beneficio para el agente. De todo esto, pues, se ha concluido en el sentir general una disociación entre la moral y el interés. La filosofía no ha caminado demasiado lejos de esta perspectiva del sentido común, muy por el contrario, encontramos en la filosofía clásica la justificación conceptual para tal dicotomía entre la moral y el interés personal: piénsese en el menosprecio con que los filósofos griegos miraron el ámbito de los negocios, de lo práctico y de lo doméstico; recuérdese la exigencia medieval de una moral entendida como ab-negación de lo humano, mundano, profano y terrenal; considérese la pretensión de la modernidad por querer cimentar la moral en bases a priori. Tras todos estos planteamientos filosóficos se ha desarrollado una ética ajena a las vicisitudes y urgencias humanas y, más bien, cercana a la perfección divina.
Todo esto muestra que el proyecto de Habermas de querer religar la moral al interés de la persona es sumamente osado, sino contracorriente. No obstante, John Dewey, el famoso filósofo y pedagogo estadounidense, supo destacar en la semántica del concepto ‘interés’ un aspecto no tomado en cuenta por quienes prefieren disociarlo de la moral: interés también significa ‘preocupación’, ‘solicitud’ y ‘atenta ansiedad’ (Dewey, 1995, p. 112). Cuando nos interesamos en un asunto, nos motivamos y ordenamos todo lo que esté a nuestro alcance para conseguir éxito en nuestro objetivo. De hecho, la disciplina, el compromiso, la entrega y dedicación son consecuencia de un asunto que nos interesa. Así pues, es este último sentido de la palabra ‘interés’ el que queremos recoger para asociarlo a la moral. No se ha puesto el énfasis en la mirada egocéntrica, sino en la motivación que sustenta la moral como un proyecto que reclama nuestro interés y el interés de la especie. Esto no significa, de ninguna manera, restarle valor a la moral, significa únicamente considerar que la ética es la concentración de una de nuestras más importantes preocupaciones tan humanas como la salud y la comida.
¿Qué tipo de objeciones podrían plantearse a esta interpretación de la moral? Se habría así enfrentado, más bien, las dos primeras exigencias que se presentaban para alcanzar la fundamentación de una ética en la actualidad. En primer lugar, no habríamos cedido al cómodo subjetivismo, pues no afirmamos que el criterio de moralidad dependa de cada sujeto, sino que interpretamos a la moral como un asunto que nos concierne y nos interesa a todos. Habermas incluso comenta que en el centro mismo de nuestra consciencia del deber ético está nuestra confianza en una reciproca responsabilidad: cumplimos nuestro deber porque estamos seguros que los otros también lo cumplirán. Frente a la segunda exigencia, habríamos evitado el discurso impersonal y descontextualizado, por el contrario nuestra explicación de la moral la habría ubicado entre los más preciados intereses humanos, no divinos.
No obstante, falta ahora plantearnos la tercera exigencia que supone plantearnos una ética para la actualidad: la urgencia ecológica. En mi opinión, la definición que Habermas ha presentado permite encarar también esta tercera demanda. Voy a explicarme con dos comentarios, mostrando a su vez cuán pertinentes resultan siendo los conceptos de ‘vulnerabilidad’ e ‘interés’ para lograr la fundamentación de una ética ambiental.
Hegel decía en su Filosofía del Derecho que nosotros somos dueños de la mano que lanza la piedra, pero nunca así del destino de la piedra. Esta afirmación se parece mucho a la tesis kantiana de la neutralidad ética de la acción. Es la forma general de fundamentar la ética en la intención y alejarla de los fantasmas de la contingencia y el azar que rodean a la acción y sus consecuencias. Contingencia y azar nunca fueron del agrado de la filosofía occidental por lo menos hasta el siglo XVIII. Dichos conceptos estaban más bien unidos a la imperfección o al irracionalismo. Aunque la ética de Hegel no podría ser catalogada como ‘ética de la intención’, la de Kant sí que lo fue con marcada evidencia. Para las éticas acordes con la tesis kantiana, la moralidad es vista antropocéntricamente y restringida al plano de las intenciones, al fuero interno. La justificación para dicha tesis es que la acción y sus consecuencias dependen de tantos factores casuales, que no parece justo cargárselas a la responsabilidad del agente. Sin embargo, como quiero sostener aquí, la tesis kantiana no puede aplicarse para la fundamentación de la ética en la actualidad. Como Hans Jonas ha afirmado, quizá en algún tiempo, cuando nuestros desajustes e intromisiones en la naturaleza no causaban daños significativos, podía pensarse en liberarnos de responsabilidad respecto de las consecuencias de nuestras acciones. Pero, en nuestra sociedad tecnológica e industrial, atómica y cibernética, cuando nuestras decisiones no solo están afectando contundentemente nuestro presente, sino que incluso ponen en riesgo la sostenibilidad de la vida misma, la del planeta y la del ecosistema, entonces no es posible liberarnos de tal responsabilidad: debemos dar respuesta también por las consecuencias que el lanzamiento de la piedra cause.
En tal sentido, el concepto de ‘vulnerabilidad’ empleado por Habermas en la definición de la ética aparece pertinente para explicar porqué nuestro deber ético se amplía hasta reconocerse también frente a la naturaleza, frente al ecosistema o frente a generaciones futuras. La razón principal es que ahora el grado de vulnerabilidad que las consecuencias de nuestras acciones provocan en la sostenibilidad de la vida es muchísimo más significativo de lo que las éticas antropocéntricas tomaban en cuenta. Por eso mismo, nuestra responsabilidad ética se ha cargado de mayor peso, pues ya no es posible esconder el impacto ambiental de la mayoría de nuestras acciones. Prueba de ello son nuestras pruebas atómicas, la contaminación del aire, el consumo indiscriminado de recursos no renovables, el cambio climático producto de la emisión de gases contaminantes, etc., etc., etc. Todas estas formas de conducta egocéntricas, pueden ser hoy catalogadas de irresponsables pues entendemos que el alcance de nuestra responsabilidad se ha ampliado hasta alcanzar todas las acciones que hacen más vulnerable la vida misma en nuestro planeta. Somos conscientes pues de cuánto daño podemos infringir en la naturaleza y cuán insosteniblemente frágil podemos hacer nuestros ecosistemas, esta es la exigencia que nos lleva a mirar más ampliamente nuestras responsabilidades éticas. Sin embargo, si alguien quisiera, con algún grado de exquisitez, exigir precisión en los límites de la responsabilidad, habría que decir con mucha humildad que nuestra responsabilidad ética se extiende hasta donde las consecuencias de nuestras acciones, individuales y colectivas, hacen vulnerable y frágil nuestra supervivencia; y eso nunca puede ser definido con precisión geométrica.
En segundo lugar – ahora tomando en consideración el concepto ‘interés’ asumido en la fundamentación de la ética – si asumimos que la moral es un asunto de interés humano se hace urgente plantearnos como parte de nuestra responsabilidad ética las exigencias ambientales pues estas ya nos son accesorias o ideológicas, sino que reflejan auténticamente nuestra principal preocupación: la sostenibilidad de la vida misma. ¿Qué otro asunto podría ser más nuclear en el interés del ser humano? Si nuestra principal preocupación es lograr una vida cómoda, segura y feliz; y la ética es uno de los artificios de la que nos valemos para lograr tal fin, entonces esta no puede ser hoy ajena a las exigencias ecológicas. Se trata solamente de reconocer que esas, nuestras aspiraciones de una vida segura y feliz, no dependen solo de lo que cada uno de nosotros haga o deje de hacer, sino que en un mundo marcado por un alto grado de interdependencia, nuestras acciones afectan a otros y nosotros mismos somos afectados por las acciones de otros. Y esos ‘prójimos’ no son necesariamente tan cercanos como antes solía creerse, sino que el tipo de afección que puedo recibir o causar hoy supone que considere incluso a futuras generaciones, a los animales o a la naturaleza en general.
Esta es una cuestión del interés de la especie y de los individuos en particular. En mi opinión, el meollo del asunto estriba en una amplitud de visión. Contra aquellos que piensan que el asunto de mi interés está al ‘alcance de mi mano’, la ecología nos ha mostrado que nuestros asuntos de mayor interés están un los horizontes de nuestra visión. Heidegger decía que la cultura moderna nos ha vuelto inmediatistas y eso significa que hemos recortado el alcance de nuestra mirada. Nos asumimos como átomos aislados enfrentados al mundo, cuando de lo que se trata es de reconocer más humildemente que para alcanzar nuestro anhelo de una vida feliz entran en juego muchos más factores que aquellos que nuestra visión cortoplacista nos muestra.
La exigencia ecológica no es otra cosa que asumir ese nuevo punto de vista que el reconocido ambientalista Edward Goldsmith ha definido como holista, teológico y que explica los hechos en términos de su rol dentro de la evolución de la biosfera (Goldsmith, 1993, p. 28). El autor propone que el ecological world-view es opuesto a la típica explicación cientificista que más bien subsume los hechos en una línea discontinua de causas y efectos.
Así pues, no se trata de asumir el punto de vista ecológico porque le debamos una reverencia a la naturaleza, sino porque redunda en nuestro propio interés. Porque somos cada vez más conscientes que las respuestas reduccionistas a la larga son más perjudiciales que benéficas y nos alejan más del anhelado bienestar.

[1] “Sí, la huella de la serpiente humana está por todas partes” (James, 2000, p.91)

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